La mitología grecolatina es rica en monstruos de todo tipo, y muchos de ellos fueron mujeres (o medio mujeres). Tenemos por ejemplo a las tres gorgonas (de las que Medusa es la más famosa), a Escila, a las sirenas y las harpías, a Lamia, a la misteriosa Esfinge o a Equidna, madre de monstruos (eso sin contar a ninfas, nereidas, náyades y dríadas, presentes como temibles fuerzas mágicas en muchos mitos). Con el desarrollo del género moderno de terror, a partir de finales del siglo XVIII, sin embargo, la monstruosidad femenina pareció quedar relegada a papeles secundarios, mientras los focos se centraban en vampiros (como Lord Ruthven), hombres-lobo (Wagner) o asesinos desalmados (Sweeney Todd).
UNA MALDAD FEMENINA ANCESTRAL
Durante buena parte del siglo XIX, de hecho, el único papel antagónico que parecía apropiado para una mujer era el de bruja, ya fuera en cuentos de hadas (como en «Blancanieves» o «Hansel y Gretel», de los hermanos Grimm, o como la tradicional Baba-Yaga rusa, popularizada por Aleksandr Afanásiev), o en narraciones pseudohistóricas del período de la caza de brujas (La bruja del ámbar y Sidonia von Bork, die Klosterhexe, de Wilhelm Meinhold, 1843 y 1847; o The Lancanshire witches, de Harrison Ainsworth, 1848), pero esto no era sino una representación del temible poder femenino, que se remontaba al menos hasta la antigüedad clásica, con figuras como Hécate, Circe o Medea, y que el teatro isabelino había integrado en la tradición literaria anglosajona con obras como Doctor Fausto (Christopher Marlowe, 1592), Macbeth (William Shakespeare, 1606), Mascarada de las reinas (Ben Jonson, 1609) o La bruja (Thomas Middleton, 1613).
Durante el siglo en que se asentaron los cimientos del género de terror, el monstruo, la fuerza amenazante, era principalmente masculina, quedando reservada la monstruosidad femenina a un papel cuando más secundario (siendo mucho más apropiado para las mujeres el rol de víctima, u objeto pasivo de la disputa entre el héroe y la otredad). De particular significancia es, por ejemplo, el caso de Frankenstein (Mary Shelley, 1818), novela en la que la versión femenina del monstruo nunca llega a completarse, pues el protagonista, que la está creando a requerimiento de su criatura, termina arrepintiéndose y destruye su obra antes de condenar al mundo a una presencia tan terrible (pues al contrario que con su opera prima masculina, una artificialidad femenina llevaría en sí el potencial reproductivo, y esa es una amenaza que no puede aceptarse).
LA MONSTRUOSIDAD FEMENINA INACEPTABLE DEL AMOR LÉSBICO
En cuanto al monstruo decimonónico por excelencia, el vampiro, nos encontramos con que desde la aparición del arquetipo moderno, con el aristocrático Lord Ruthven de John William Polidori (El vampiro, 1819), hasta la primera vampiresa, Carmilla, de Joseph Sheridan Le Fanu (1872), tuvieron que pasar nada menos que cincuenta y tres años… lo cual no es muy de extrañar si tenemos en cuenta que desde el principio la amenaza vampírica tuvo mucho que ver con el libertinaje sexual. ¿Y qué hay más inquietante y potencialmente perturbador del statu quo que la posible existencia de una libertina cuya moral no se ajuste a los convencionalismos sociales?
Carmilla es un personaje trágico, una joven condenada a alimentarse de la sangre de otras doncellas para mantenerse viva, condenándolas con ello a la… ¿homosexualidad? Aunque esta es una característica que no proviene de la historia «real» de Erzsébet Báthory, la Condesa Sangrienta, supuesta fuente de inspiración para la vampiresa, lo cierto es que esta novela corta es una de las narraciones sobre vampiros más explícitamente sensuales (al menos hasta la resignificación del arquetipo en los años noventa, pero eso ya será tema, quizás, para otro día), y es en esa relación prohibida, con el potencial de trastocar profundamente el modelo social imperante, donde se encuentra un peligro sublimado como enfermedad debilitadora y que ha de ser combatido con el conocimiento del barón Vordenburg (un Van Helsing primigenio).
LA MONSTRUOSA NUEVA MUJER TARDO DECIMONÓNICA
Con el correr de los años, sin embargo, esa amenaza al orden establecido que la monstruosidad femenina proyectaba solo sobre las mujeres se fue haciendo más poderosa, y al acercarse el fin de siglo los hombres mismos se vieron sometidos a su influencia, y así el papel de fuerza opositora, de adversario digno de temor y respeto, pudo ser por fin ocupado de forma más habitual por mujeres poderosas, que encarnaban el concepto de la Nueva Mujer, el ideal al que aspiraba el feminismo de primera ola, caracterizado por los movimientos sufragistas, pero que también buscaba una revolución en los roles laborales, económicos y sexuales tradicionales.
Aunque otros géneros literarios eran libres de explorar otras facetas de la Nueva Mujer, el terror se veía abocado a reflejar el miedo al cambio, un cambio que en este período histórico no se circunscribía únicamente a cuestiones de género, sino que abarcaba un amplio espectro de transformaciones que en el Reino Unido dieron origen al Gótico Imperial (un subgénero que ya habíamos visto, en su faceta política, al analizar La guerra de los mundos). Así pues, en muchas de estas novelas la amenaza externa, la otredad que se alza, dispuesta a transformar la sociedad, es no solo extranjera, sino también femenina.
EL PELIGRO DE UNA MUJER CONSCIENTE DE SU PODER
Lo vemos, por ejemplo, en Ella, la segunda novela de Henry Rider Haggard (1887), en donde la monstruosidad femenina se encarna en Ayesha (Ella, la que Debe Ser Obedecida), una mujer inmortal, soberana absoluta de uno de los misteriosos imperios perdidos africanos del autor. Por un lado, su pretensión de viajar a Inglaterra y reemplazar a la reina Victoria al frente del Imperio constituye un claro ejemplo de inversión del colonialismo, pero al mismo tiempo refleja la ansiedad masculina ante el creciente poder de la Nueva Mujer. El reinado (imperecedero) de Ayesha supondría no solo la subyugación de lo británico ante un poder extranjero, sino también la supeditación de la masculinidad frente a la femineidad.
Haggard, sin embargo, fue un escritor de novela de aventuras, así que habría que echar una mirada hacia el decadentismo para encontrar este mismo arquetipo de la mujer fatal, poderosa, proactiva y sexualmente liberada en el género de terror propiamente dicho. Así, en 1894, Arthur Machen publicó en medio de un gran escándalo su novela corta El gran dios Pan, en la que un científico practica una operación de psicocirugía en una mujer para ponerla en contacto con la verdad subyacente al mundo físico, y fruto de este experimento concibe a la hija de una figura diabólica, el dios Pan. Esta mujer, Helen Vaughan, encarna todo lo que de temible y socialmente perturbador tenía el despertar político de la mujer, y deja un rastro de muerte y locura que los protagonistas siguen con horror.
DOS MODELOS DE FEMINEIDAD EN COMPETENCIA
Ese poder del que hacen gala tanto Ayesha como Helen se encuentra profundamente enraizado en la sexualidad, de modo que el gran poder asociado con la monstruosidad femenina durante el cambio de siglo tiene mucho que ver con la incipiente liberación sexual, percibida, desde la perspectiva masculina tradicional, con profundo desconcierto. Muchos años después, Sigmund Freud propondría la existencia de lo que bautizó como «Complejo Virgen-Prostituta», la incapacidad de ciertos hombres de ver a las mujeres en otro rol salvo en uno de esos dos extremos: como puras y castas madres o como depravados (y depravantes) objetos del deseo.
Así lo encontramos, por ejemplo, en la obra de Bram Stoker. Ya en Drácula (1897), las dos principales mujeres representan por un lado las virtudes tradicionales de la mujer victoriana (Mina Murray) y por otro la disruptiva Nueva Mujer, que aspira a experimentar las relaciones sexuales con la libertad de un hombre (Lucy Westenra). Por supuesto, aunque ambas se ven amenazadas por el poder corruptor extranjero del vampiro, solo Lucy acaba sucumbiendo, y de un modo para nada arbitrario la monstruosidad femenina de la vampiresa se ceba en niños, apuntando con ello al peligro que la liberación sexual tenía para la (inocente) base misma de la sociedad. Tampoco es caprichoso que sea Arthur Holmwood, su prometido, quien pase por la estaca a Lucy, poniendo fin a su amenaza (siendo restaurado en su nicho social, con un matrimonio feliz, siete años después de la muerte de Drácula).
LAS CATASTRÓFICAS CONSECUENCIAS DE UNA FEMINEIDAD PODEROSA
Menos conocida es La joya de las siete estrellas, que Stoker publicó seis años después, en 1903. En ella resulta más patente incluso la amenaza de una mujer poderosa, pues la novela nos narra el intento de posesión de una antigua reina egipcia, Tera (inspirada con toda seguridad en la reina-faraón Hatshepsut), de una joven inglesa, hija de una egiptólogo y prometida al narrador de la historia. Nos encontramos aquí de nuevo con los grandes temas del Gótico Imperial, como el peligro para Inglaterra de antiguos poderes extranjeros, asociado con la amenaza «antinatural» de una mujer con poder. Curiosamente, esta novela cuenta con dos finales. Sin entrar en excesivos detalles por no estropearle a nadie la lectura, en el original el modelo victoriano sucumbe metafóricamente ante la revolución de la Nueva Mujer, mientras que en la revisión de 1912 queda implícito que el matrimonio puede «reparar» esta anomalía social.
Por último, cabe señalar que no solo Inglaterra sucumbía a la ansiedad por el Complejo Virgen-Prostituta. En Alemania, Hanns Heinz Ewers publicó en 1911 La mandrágora, imprimiéndole una pátina científica a la tradición medieval del origen de esta planta a partir del semen de un ahorcado, haciendo que un científico fertilice artificialmente a una prostituta con dicha sustancia. El producto de este experimento es Alraune, una mujer que es la fatalidad hecha carne, la sensualidad superlativa, capaz de llevar a la ruina, aun sin proponérselo, a quienes se cruzan en su camino. La novela constituye una de las obras cumbre del movimiento decadentista, y convierte al personaje central no tanto en antagonista como en catalizador del daño que produce.
EL PUNTO DE VISTA FEMENINO SOBRE LA MONSTRUOSIDAD FEMENINA
Por supuesto, todas estas visiones de la monstruosidad femenina comparten una característica: han sido elaboradas desde la óptica masculina. Existe, sin embargo, una novela corta que aborda el tema del monstruo femenino, escrita no solo por una mujer, sino por una importante sufragista: se trata de La loba, de Clemence Housman (1896). No es ella, empero, la primera mujer-lobo de la literatura. Esa distinción corresponde a Christina, un espíritu de las montañas, asesina de niños, que aparece en un capítulo de la novela gótica El buque fantasma, de Frederick Marryat (1836), extractado a menudo bajo el título de «El lobo blanco de las montañas Hartz». De hecho, es más que posible que esa Christina sea la inspiración directa de White Fell, la mujer-lobo de Housman, que es sin embargo un personaje mucho más trabajado (por no hablar de la mayor calidad literaria de la obra en su conjunto, una alegoría cristiana, como el resto de su escasa producción).
Lo curioso de todo el asunto es que el monstruo femenino de Housman no es sustancialmente diferente de esos otros personajes que os he ido describiendo (con la posible excepción de Carmilla). Es igualmente una mujer fatal, que utiliza el sexo para interponerse entre dos hermanos y no duda en dañar, sin mostrar atisbo alguno de piedad, a los más inocentes, golpeando salvajemente una comunidad que solo puede salvarse merced a un sacrificio doloroso. La única diferencia reside en la motivación para describirla así, pues allí donde Haggard, Stoker, Manchen o Ewers recelaban de la otredad de la mujer poderosa, Housman buscó romper premeditadamente las limitaciones impuestas a su género por la sociedad, creando una figura terrible, tan ajena a la moral imperante y a las normas establecidas como cualquier monstruo masculino. Housman equiparaba la monstruosidad femenina con la monstruosidad masculina; reclamaba por derecho de conquista un territorio (uno más) reservado durante casi todo el siglo precedente a los hombres. Avisó, en definitiva, de que una mujer podía ser tan libre, tan cruel y tan salvaje como cualquier hombre.
HACIA UNA MONSTRUOSIDAD SIN BARRERAS DE GÉNERO
Aún faltaban unas cuantas décadas para que el monstruo femenino alcanzara una presencia equiparable a su contrapartida masculina, pero los primeros pasos ya se habían dado, los precedentes estaban establecidos. Como en cualquier otra actividad humana, los referentes son importantes, y realmente era irrelevante el que todas esas mujeres temibles hubieran surgido del miedo masculino al cambio o de las ansias femeninas por conquistar nuevos territorios. Lo único significativo es que entre finales del siglo XIX y principios del XX se habían consolidado por fin como una presencia significativa en la literatura de terror. A partir de ahí, era ya solo cuestión de que el género madurara, en paralelo a la sociedad de la que se nutría y cuyos miedos (y también aspiraciones) reflejaba (y refleja) por medio de figuras más o menos simbólicas.
Imagen destacada: Escultura digital de Chris Moffitt.