Hace unos días os adelantábamos en exclusiva el primer capítulo de El problema de la paz, la nueva novela de Joe Abercrombie, y hoy os traemos un segundo bocado de lo que nos aguarda a los lectores en el Círculo del mundo. Este 25 de febrero el sello Runas nos trae El problema de la paz, la segunda entrega de la trilogía de la Era de la Locura. La novela llega a nuestras librerías en formato tapa dura con sobrecubierta, con una extensión de 712 páginas, y al precio de 24,90 euros. La edición digital se pondrá a la venta el mismo día por 12,49 euros. La traducción es de Manu Viciano, quien ya se encargó de la misma tarea en la primera entrega de la trilogía.
SINOPSIS
A pesar de los reveses sufridos, no hay nada que se interponga en el camino de Savine dan Glokta, en el pasado la inversora más poderosa de Adua, cuando ha puesto su ambición en un objetivo. Para héroes como Leo dan Brock y Stour Ocaso la paz no es más que un inconveniente que debe remediarse cuanto antes. Pero primero hay que alimentar agravios y reunir aliados. Entre tanto, Rikke tiene que dominar el ojo largo… antes de que su poder acabe con ella. En todos los sectores de la sociedad anida el descontento. Los Rompedores aún acechan en la clandestinidad, tramando planes para llevar a cabo el Gran Cambio que por fin libere al pueblo, mientras los nobles descontentos tratan de aumentar su influencia y sus prebendas. Orso intenta hallar un camino seguro en el laberinto de cuchillos que es la política, pero sus deudas y sus enemigos no dejan de aumentar. Ninguna alianza, ninguna amistad, ninguna paz, dura para siempre.
A continuación podéis disfrutar en exclusiva del segundo capítulo de El problema de la paz.
EL PROBLEMA DE LA PAZ: MUY LEJOS DE ADUA
El superior Lorsen bajó la carta y miró ceñudo a Vick por encima de la montura de sus anteojos. Tenía aspecto de no haber sonreído en bastante tiempo. Quizá en su vida.
—Su eminencia el archilector cuenta maravillas sobre ti. Me dice que tuviste un papel fundamental en sofocar el alzamiento de Valbeck. Cree que tu ayuda podría serme necesaria.
Lorsen volvió su ceño hacia Sebo, que estaba en un rincón con gesto incómodo, como si la idea de que pudiera ayudar en algo contraviniese toda razón. Vick aún no estaba segura de por qué lo había llevado con ella. Tal vez porque no tenía nadie más a quien llevar.
—Necesaria no, superior —respondió. No había oso, tejón o avispa más territorial que un superior de la Inquisición, al fin y al cabo—. Pero no hará falta que os diga lo perjudicial que sería en términos financieros, políticos, diplomáticos… que Westport votara a favor de abandonar la Unión.
—No —dijo Lorsen con sequedad—. No hace falta.
Entre otras cosas, como superior de Westport, tendría que ponerse a buscar trabajo.
—Por ese motivo su eminencia ha pensado que quizá os convendría mi ayuda.
Lorsen dejó la carta, ajustó su posición sobre el escritorio y se levantó.
—Disculpa mi escepticismo, inquisidora, pero practicar una operación quirúrgica en la política de una de las ciudades más importantes del mundo no es lo mismo que aplastar una huelga.
El superior abrió la puerta que daba a la galería elevada.
—Las amenazas son peores y los sobornos, mejores —dijo Vick mientras lo seguía a través de la puerta y Sebo se movía a su espalda—, pero por lo demás supongo que alguna similitud habrá.
—Entonces, permíteme presentarte a nuestros trabajadores revoltosos, los regidores de Westport.
Lorsen se acercó a la balaustrada y señaló hacia abajo. Allí, en el suelo del cavernoso Salón de la Asamblea de Westport, revestido de piedras semipreciosas en diseños geométricos, los líderes de la ciudad debatían el importante asunto de abandonar la Unión. Algunos regidores estaban de pie, sacudiendo los puños o blandiendo papeles. Otros estaban sentados, mirando taciturnos o con las cabezas en las manos. Otros se gritaban entre ellos en al menos cinco idiomas y, si los ecos resonantes hacían imposible saber quién hablaba, no digamos ya lo que se decía. Y también los había que murmuraban a sus compañeros o bostezaban, se rascaban, se desperezaban, miraban al vacío. Un grupito de cinco o seis habían hecho un descanso para merendar apartados de los demás. Había hombres de todas las formas, tamaños, colores y culturas. Un muestrario de la más que diversa población de la ciudad a la que llamaban la Encrucijada del Mundo, metida con calzador en una estrecha franja de tierra sedienta entre Estiria y el Sur, entre la Unión y las Mil Islas.
—Son doscientos trece, según el último conteo, y todos ellos tienen derecho a voto. —Lorsen pronunció la última palabra con evidente desagrado—. Si se trata de discutir, los ciudadanos de Westport gozan de fama mundial, y aquí es donde sus más intrépidos discutidores escenifican sus argumentos más inextricables. —El superior echó un vistazo a un gran reloj que había al final de la galería—. Hoy llevan ya siete horas haciéndolo.
Vick no se sorprendió. El aire estaba pegajoso por todo el aliento que habían desperdiciado. Bien sabían los Hados que Vick ya encontraba Westport más que calurosa, y eso que solo era primavera, porque le habían dicho que en verano, después de las sesiones más intensas, a veces podía llover dentro de la cúpula. Una especie de llovizna salivosa que devolvía todo su lenguaje grandilocuente a los furiosos regidores.
—Parece que las opiniones están un poco enquistadas ahí abajo.
—Ojalá lo estuvieran más —dijo Lorsen—. Hace treinta años, cuando derrotamos a los gurkos, no rasparías ni cinco votos a favor de dejar la Unión. Pero la facción estiria ha ganado mucho terreno en los últimos tiempos. Las guerras. Las deudas. La revuelta de Valbeck. La muerte del rey Jezal. Y dejémoslo en que a su hijo nadie se lo toma muy en serio en el ámbito internacional. En pocas palabras…
—Nuestro prestigio está en el orinal —terminó Vick la frase.
—¡Nos incorporamos a la Unión por su poderío militar! —retumbó una voz poderosa de verdad, imponiéndose por fin al barullo. El hablante era rechoncho, de piel oscura y cabeza afeitada, y sus gestos, inesperadamente suaves—. Porque el Imperio de Gurkhul nos amenazaba desde el sur y necesitábamos aliados fuertes para disuadirlos. ¡Pero esa integración nos ha salido cara! Millones de escamas de la tesorería, ¡y el precio no hace más que subir!
Las expresiones de acuerdo subieron flotando hasta la galería en un murmullo resonante.
—¿Quién es el del vozarrón? —preguntó Vick.
—Solumeo Shudra —dijo Lorsen con amargura—. Líder de la facción proestiria y un enorme grano en mi culo. Medio sipanés, medio kadirense. Un símbolo muy adecuado de este crisol cultural.
Vick sabía todo eso, por supuesto. Se esforzaba mucho en afrontar cada trabajo estando bien informada. Pero prefería guardarse sus conocimientos si era posible y dejar que los demás se considerasen grandes expertos.
—¡En estos cuarenta años desde que nos incorporamos a la Unión, el mundo ha cambiado hasta hacerse irreconocible! —vociferó Shudra—. El Imperio de Gurkhul se ha derrumbado mientras Estiria, antaño un revoltijo de ciudades-estado enemistadas, pasaba a ser una poderosa nación bajo un poderoso rey. ¡Han derrotado a la Unión no en una, ni en dos, sino en tres guerras! Guerras libradas por la vanidad y las ambiciones de la reina Terez. Guerras a las que nos vimos arrastrados con un alto coste en plata y sangre.
—Habla bien —dijo Sebo en voz baja.
—Muy bien —respondió Vick—. Casi me están entrando ganas de unirme a Estiria.
—¡La Unión es un poder en decadencia! —bramó Shudra—. Y Estiria, nuestra aliada natural. La mano de la gran duquesa Monzcarro Murcatto está tendida hacia nosotros en amistad. Deberíamos aferrarla mientras aún podamos. ¡Amigos míos, os insto a todos a votar conmigo para abandonar la Unión!
Hubo abucheos sonoros, pero los vítores lo fueron aún más. Lorsen negó con la cabeza, disgustado.
—Si esto fuese Adua, podríamos entrar ahí, llevárnoslo a rastras de su asiento, obligarlo a confesar y enviarlo a Angland con la siguiente marea.
—Pero estamos muy lejos de Adua —murmuró Vick.
—Ambos bandos temen que una exhibición abierta de fuerza vuelva a la mayoría en su contra, pero las cosas cambiarán a medida que se aproxime la votación. Las posturas se endurecen. El terreno intermedio se encoge. La ministra de los Susurros de Murcatto, Shylo Vitari, está organizando una amplia campaña de sobornos y amenazas, chantajes y extorsiones, mientras llueven hojas impresas de los tejados y aparecen consignas pintarrajeadas más rápido de lo que podemos limpiarlas.
—Tengo entendido que Casamir dan Shenkt está en Westport —dijo Vick—. Que Murcatto le ha pagado cien mil escamas para desnivelar la balanza. Por cualquier medio necesario.
—Me habían llegado… esos rumores.
Vick tuvo la sensación de que Lorsen había oído los mismos rumores que ella, transmitidos en susurros jadeantes con toda clase de detalles escabrosos. Que las habilidades de Shenkt superaban lo mortal y rayaban lo mágico. Que era un hechicero que se había condenado al comer carne humana. Allí, en Westport, donde las llamadas a la plegaria sonaban cada hora por toda la ciudad y los profetas de baratillo declamaban en cada esquina, de algún modo las ideas como aquellas resultaban más difíciles de ignorar.
—¿Querrás que te asigne a unos cuantos practicantes? —Lorsen miró a Sebo. Para ser sinceros, el chico no parecía capaz de resistir ni un viento fuerte, así que mucho menos a un mago comecarne—. Si de verdad anda suelto el asesino más famoso de toda Estiria, necesitaremos que estés bien protegida.
—Una escolta armada transmitiría el mensaje equivocado. —Y tampoco le serviría de nada, si los rumores eran ciertos—. Me han enviado aquí a persuadir, no a intimidar.
Lorsen no parecía nada convencido.
—¿De verdad?
—Es la apariencia que debemos dar.
—Pocas cosas tendrían peor apariencia que la muerte prematura de la representante de su eminencia.
—No tengo intención de correr a la tumba, creedme.
—Pocos la tienen. Pero la tumba se nos traga a todos igualmente.
—¿Qué planes tenéis, superior?
Lorsen inhaló con aire cansado.
—Estoy hasta arriba de trabajo solo con proteger a nuestros regidores. La cuestión se decidirá dentro de diecinueve días y no podemos permitirnos perder ni un solo voto.
—Eliminar a algunos de los suyos ayudaría.
—Siempre que se haga con sutileza. Si su gente empieza a aparecer muerta, seguro que enardecerá los sentimientos en nuestra contra. La situación está muy equilibrada. —Lorsen apretó los puños en torno a la barandilla mientras Solumeo Shudra daba otro estruendoso discurso para elogiar las ventajas del acogedor abrazo de Estiria—. Y Shudra ha demostrado ser persuasivo. Aquí le tienen aprecio. Te lo advierto, inquisidora, no vayas a por él.
—Con el debido respeto, el archilector me ha enviado para hacer las cosas que vos no podéis. Solo obedezco órdenes suyas.
Lorsen le dedicó una mirada larga y fría. Sin duda esa mirada helaría la sangre a quienes estuvieran acostumbrados al cálido clima de Westport, pero Vick había trabajado en una mina semiinundada en el invierno de Angland. Hacía falta mucho más para que tiritara.
—Entonces, te lo pido. —El superior pronunció cada palabra con precisión—. No vayas a por él.
Debajo de ellos, Shudra había concluido su última intervención atronadora provocando un ruidoso aplauso en los hombres que lo rodeaban y unos abucheos aún más ruidosos en el otro bando. Se sacudían puños, se arrojaban papeles, se farfullaban insultos. Diecinueve días más de aquella pantomima, con Shylo Vitari haciendo todo lo posible para alterar el resultado. ¿Quién sabía cómo iba a terminar aquello?
—Su eminencia quiere que mantenga Westport dentro de la Unión. —Vick echó a andar hacia la puerta, seguida de Sebo—. A cualquier precio.