La sabiduría de las multitudes es uno de los títulos imprescindibles del año para los amantes del fantástico y está a punto de llegar a las librerías. Se trata de la esperada conclusión de la trilogía La Era de la Locura de Joe Abercrombie, donde el autor británico regresaba a su despiadada saga de La Primera Ley para llevarnos unos 30 años de la trilogía original, mostrándonos que, aunque su mundo se adentraba en una primitiva industrialización y se lanzaba en brazos del capitalismo más despiadado, sus personajes no han perdido sus señas de identidad: cinismo, brutalidad y mucha, mucha mala leche.
Tras la publicación de Un poco de odio (que reseñamos en nuestro número de enero de 2020) y El problema de la paz ( reseña en el número de enero de 2021), esta semana se pone a la venta en español La sabiduría de las multitudes, obra reseñada en nuestro número del pasado enero, y cuya sinopsis oficial es la siguiente:
Caos. Furia. Destrucción. El Gran Cambio ha llegado… Algunos dicen que, para cambiar el mundo, primero hay que quemarlo. Esta idea se va a poner a prueba en el crisol de la revolución: los Rompedores y los Quemadores se hacen con el poder y el humo de los disturbios ha sustituido al de las fábricas. Todo ha de someterse a la sabiduría de las multitudes.
El ciudadano Brock ha decidido convertirse en un héroe de la nueva era y la ciudadana Savine tiene que reconducir su talento de la búsqueda del beneficio a la mera supervivencia. Orso va a descubrir que, cuando el mundo está bocabajo, nadie está en peor posición que un rey. Y en el sangriento Norte, Rikke y su frágil Protectorado se están quedando sin aliados… mientras Calder el Negro llama a sus fuerzas y trama venganza. El sol de la Unión ha caído al barro y en la sombra, tras las bambalinas, los hilos del despiadado plan del Tejedor se van trenzando poco a poco…
La sabiduría de las multitudes se publicará el 10 de marzo, de la mano del sello Runas, en formato tapa dura con sobrecubierta. Tendrá una extensión de 744 páginas y se podrá comprar por 25,50 euros. La versión digital costará 13,99 euros. La traducción es de Manu Viciano, quien ya se encargó de la misma tarea en las dos entregas anteriores de la trilogía. Y para los más impacientes por regresar a esta era de locura e industrialización feroz, aquí os traemos el adelanto exclusivo de su primer capítulo… y estad atentos a nuestra web que habrá más.
Primer capítulo: COMO UN REY
—¿Sabes qué, Tunny?
Los ojos algo enrojecidos del cabo Tunny se deslizaron hacia Orso.
—¿Majestad?
—Debo confesar que estoy bastante satisfecho de mí mismo.
El Estandarte Firme ondeaba al viento, su caballo blanco rampante y su sol dorado destellando, con el nombre de Stoffenbeck ya cosido entre las famosas victorias que había presenciado. ¿Cuántos grandes reyes habían cabalgado triunfales bajo aquel resplandeciente pedazo de tela? Orso, a pesar de haberse visto superado en número, ridiculizado y considerado un caso perdido por la mayoría, acababa de unirse a sus filas. ¡El hombre a quien los panfletos apodaran una vez el Príncipe de las Prostitutas había emergido, cual espléndida mariposa de una pútrida crisálida, como el nuevo Casamir! La vida daba muchas vueltas, desde luego. Sobre todo la vida de los reyes.
—Y bien que deberíais sentiros satisfecho, majestad —respondió adulador el mariscal Rucksted, y había pocos hombres que supieran más de satisfacción con uno mismo que él—. ¡Superasteis en inteligencia a vuestros enemigos fuera del campo de batalla, los superasteis en fuerza dentro de él y tomasteis prisionero al peor traidor de todos!
El mariscal lanzó una breve mirada satisfecha hacia atrás. Leo dan Brock, el héroe que unos días antes había parecido demasiado grandioso para que el mundo pudiera contenerlo, estaba retenido en un lamentable carromato con barrotes en las ventanas, que traqueteaba en la comitiva de Orso. Pero claro, había menos de él que retener. Su maltrecha pierna había terminado enterrada en el campo de batalla junto con su maltrecha reputación.
—Habéis ganado, majestad —trinó Bremer dan Gorst, y entonces cerró la boca de golpe y miró ceñudo hacia las torres y chimeneas de la cercana Adua.
—Sí que he ganado, sí. —Una sonrisa espontánea estaba apoderándose de la cara de Orso, que casi no recordaba la última vez que había ocurrido algo así—. El Joven León, apaleado por el Joven Cordero. —Parecía que hasta la ropa le sentaba mejor que antes de la batalla. Orso se frotó la mandíbula, que llevaba unos días sin poder afeitarse con tanto ajetreo—. ¿Debería dejarme barba?
Hildi se echó hacia atrás el enorme gorro que llevaba para evaluar dudosa el vello facial de Orso.
—¿Tienes una barba que dejarte, para empezar?
—Es cierto que no lo he conseguido nunca en el pasado. Pero eso podría decirse de muchísimas cosas, Hildi. ¡El futuro parece un lugar muy distinto!
Quizá por primera vez en su vida, Orso estaba ansioso por descubrir lo que iba a depararle el futuro, e incluso por forcejear con el muy cabrón hasta amoldarlo a sus deseos. Así que había dejado atrás al mariscal Forest poniendo orden a gritos en la vapuleada División del Príncipe Heredero y se había adelantado en dirección a Adua con un séquito de otros cien jinetes. Tenía que llegar a la capital y poner en buen rumbo la nave del estado. Con los rebeldes aplastados, por fin podría embarcarse en su gran gira por toda la Unión y saludar a sus súbditos como un monarca vencedor. De ese modo averiguaría en qué podía ayudarlos, cómo podía mejorar las cosas. Se preguntó con placer qué nombre rugiría la enfervorecida multitud. ¿Orso el Firme? ¿Orso el Decidido? ¿Orso el Intrépido, el Muro de Piedra de Stoffenbeck?
Se echó hacia atrás en la silla de montar, se dejó mecer y dio una profunda bocanada del fresco aire otoñal. Soplaba un leve viento del norte que se llevaba al mar los olores de Adua, así que pudo hacerlo sin tener que toser después.
—Por fin comprendo a qué se refiere la gente cuando dice que se siente como un rey.
—Ah, yo no me preocuparía —dijo Tunny—. Seguro que volverás a notarte impotente y confundido en menos que canta un gallo.
—Sin duda.
Orso no pudo evitar otra mirada furtiva hacia la retaguardia de la caravana. El malherido lord gobernador de Angland no era su único cautivo de renombre. Tras la celda con ruedas del Joven León traqueteaba un muy vigilado carruaje que transportaba a su muy embarazada esposa. ¿Esa mano pálida aferrada al marco del ventanuco sería la de Savine? Solo pensar su nombre deformó el rostro de Orso en una mueca. Cuando la única mujer a la que había amado en la vida se casó con otro hombre y luego traicionó a Orso, el muy inocente había creído que nunca podría sentirse más desgraciado. Pero entonces había descubierto que Savine era su hermanastra.
El olor de los caóticos suburbios fuera de las murallas de Adua hizo poco para contrarrestar la súbita náusea. Orso se había imaginado que encontraría plebeyos sonrientes, banderitas de la Unión en manos de niños pecosos, lluvias de perfumados pétalos dejadas caer por bellezas desde los balcones de las casas. Siempre había mirado por encima del hombro esas bobadas patrióticas cuando iban dirigidas a otros vencedores, pero lo cierto era que le había apetecido verlas dirigidas a él. En vez de eso, había siluetas andrajosas mirándolo malcaradas desde las sombras. Una ramera que mordisqueaba un muslo de pollo soltó una carcajada desde una ventana torcida. Un desagradable mendigo soltó un potente escupitajo en el camino mientras Orso pasaba al trote.
—Siempre habrá descontentos, majestad —murmuró Yoru Sulfur—. Preguntad a mi maestro, si no. Nadie le agradece nunca las molestias que se toma.
—Mmm. —En realidad, que Orso recordara, a Bayaz siempre lo trataban con el más servil de los respetos—. ¿Y cómo lo soluciona él?
—No haciéndoles caso. —Sulfur contempló inexpresivo a los habitantes del suburbio—. Como si fuesen hormigas.
—Muy bien. No dejemos que nos amarguen el día.
Pero ya era un poco tarde para eso. El viento parecía haber refrescado bastante y Orso ya empezaba a notar un familiar hormigueo de preocupación en la nuca.
El carromato se ensombreció todavía más. El repiqueteo de sus ruedas empezó a resonar. Al otro lado de la ventana con barrotes, Leo vio pasar piedra labrada y supuso que debían de estar cruzando alguna de las puertas de la ciudad de Adua. Había soñado con entrar en la capital encabezando un desfile triunfante. Pero en vez de eso, llegaba preso en un carromato que apestaba a paja rancia, heridas y vergüenza.
El suelo se sacudió, envió una agónica punzada por el muñón de su pierna, le arrancó lágrimas de los ojos irritados. Menudo gilipollas de mierda había sido. La de ventajas que había desperdiciado. La de oportunidades que había dejado escapar. La de trampas en las que había caído.
Debería haber mandado a tomar por culo al cobarde traidor de Isher en el instante en que su parloteo empezó a derivar hacia la rebelión. O mejor aún, debería haber ido derecho al padre de Savine y haberle contado la historia entera al Viejo Palos. Así aún sería el héroe más célebre de la Unión. ¡El campeón que derrotó al Gran Lobo! Y no el zopenco que perdió contra el Joven Cordero.
Debería haberse tragado su orgullo con el rey Jappo. Tendría que haberse puesto halagador, seductor, diplomático: ofrecerle Westport con una risita, intercambiar ese pedazo inútil del territorio de la Unión por todo el resto y desembarcar en Midderland reforzado con tropas estirias.
Debería haber llevado consigo a su madre. La idea de que terminara mendigando en los muelles le daba ganas de arrancarse todo el pelo de la cabeza. Su madre habría puesto orden en aquel desastre de la playa, habría echado una mirada tranquila a los mapas y habría enviado las tropas hacia el sur, para que llegaran a Stoffenbeck antes que el enemigo y obligarlo a combatir en desventaja.
Debería haber enviado su respuesta a la invitación a cenar de Orso en la punta de una lanza, atacar con todos sus hombres antes del anochecer, barrer a ese cabrón embustero del terreno elevado y luego masacrar sus refuerzos a medida que llegaran.
Incluso mientras el ala izquierda de Leo fallaba y el ala derecha se desmoronaba, podría haber renunciado a esa última carga de caballería. Así al menos aún tendría a Antaup y a Jin. Así al menos aún tendría su pierna y su brazo. A lo mejor Savine podría haber convencido al rey de llegar a algún acuerdo. Era su examante, al fin y al cabo. Y por lo que Leo había visto durante su propia ceremonia de ejecución, con toda probabilidad también su amante actual. Ni siquiera podía reprochárselo. Savine le había salvado la vida, ¿no? Valiera lo que valiese su vida en esos momentos.
Era un prisionero. Un traidor. Un tullido.
El carromato había perdido velocidad y avanzaba tambaleándose centímetro a centímetro. Leo oyó voces por delante, entonando cánticos, desgañitándose. ¿Serían los leales súbditos del rey Orso, que habían salido a aclamar su victoria? La verdad era que no sonaba ni parecido a una celebración.
El círculo de entrenamiento siempre había sido la pista de baile de Leo. Pero en esos momentos fue un auténtico calvario solo estirar la pierna que aún le quedaba, para poder agarrar un barrote de la ventana con la mano buena y levantarse. Cuando por fin sintió el aire frío en la cara y pudo echar un vistazo a la calle oscurecida por el humo de las fundiciones, el carromato ya se había detenido.
Reparó en varios detalles extraños. Tiendas con las persianas destrozadas, puertas rotas colgando de sus goznes, basura esparcida por toda la calle. Le pareció que un montón de harapos que había en un portal podía ser un vagabundo dormido. Al momento, con un desasosiego que le hizo olvidar su propio dolor por un instante, empezó a pensar que podría ser un cadáver.
—Por los muertos —susurró.
Había un almacén quemado hasta los cimientos, con vigas calcinadas que parecían las costillas de un animal muerto y roído. Había una consigna garabateada en su ennegrecida fachada, con letras de tres pasos de alto: «El momento es ahora».
Leo apretó la cara contra los barrotes, intentando ver calle arriba. Más allá de los oficiales, los sirvientes y los Caballeros de la Escolta en sus nerviosas monturas, apelotonada contra una muralla coronada con picas, había una multitud sobre la que se balanceaban pancartas como si fuesen los estandartes de un regimiento. Decían: «Salarios justos» y «¡Abajo el Consejo Cerrado!» y «¡Alzaos!». La muchedumbre empezó a acercarse a la columna del rey entre murmullos de taciturna rabia, abucheos y gritos burlones. ¿Serían… Rompedores?
—Por los muertos —susurró Leo de nuevo.
También vio gente en un callejón lateral. Hombres con ropa de trabajo y puños apretados. Corriendo, persiguiendo a alguien. Cayeron sobre su presa y la emprendieron a puñetazos y patadas.
Llegó un grito desde delante. Rucksted, tal vez.
—¡Abrid paso, en nombre de Su Majestad!
—¡Abre tú el puto paso! —rugió un hombre de poblada barba y cuello inexistente.
Empezaba a llegar gente también desde las callejuelas, dando la preocupante impresión de que rodeaban la caravana.
—¡Es el Joven León! —ladró alguien, y Leo oyó unos vítores desangelados.
Le dolía horrores la pierna buena, que hasta unos días antes había sido su pierna mala, pero se aferró a los barrotes mientras la gente se congregaba en torno a su carromato y levantaba las manos hacia él.
—¡El Joven León!
Savine miraba por la ventanilla de su carruaje, absolutamente indefensa, agarrando con una mano su barriga enorme e hinchada y la de Zuri con la otra, mientras el populacho se amontonaba alrededor del carromato en el que estaba encerrado Leo como cerdos en torno a un comedero. No sabía muy bien si pretendían rescatarlo o asesinarlo. Lo más seguro era que ellos tampoco tuvieran ni idea.
Se dio cuenta de que ya no recordaba lo que era no estar asustada.
Con toda probabilidad aquello habría empezado como una huelga. Savine conocía todas las fábricas de Adua y estaban delante de la planta papelera de Foss dan Harber, una empresa en la que ella había rechazado invertir dos veces. Los beneficios eran tentadores, pero Harber tenía una reputación deleznable. Era la clase de propietario cruel y explotador que dificultaba a todos los demás la tarea de explotar a sus empleados como era debido. Seguro que al principio aquello había sido una huelga y luego se había convertido, como podían hacer las huelgas a la que te descuidaras, en algo muchísimo más feo.
—¡Atrás! —exclamó un oficial joven, descargando su fusta contra la muchedumbre.
Un guardia montado apartó a un hombre agarrándolo por el hombro y golpeó a otro en la cabeza con el escudo. La sangre brillante salpicó mientras el hombre caía.
—Uf —dijo Savine, con los ojos como platos.
Alguien dio al oficial con un palo e hizo que se tambaleara en la silla de montar.
—¡Alto! —gritó una voz, que Savine pensó que podría ser la de Orso—. ¡Parad!
Pero no sirvió de nada. De pronto, el rey de la Unión estaba tan desvalido como ella. Había gente amontonándose por todos lados, un mar de rostros furiosos, pancartas sacudidas y puños apretados. El clamor le recordó a Valbeck, al levantamiento, pero el horrible presente ya era lo bastante malo sin tener que recurrir también al horrible pasado.
Llegaron más soldados a caballo. Se interrumpió un grito cuando aplastaron a alguien.
—¡Hijos de puta!
El tenue siseo de una espada desenfundándose.
—¡Proteged al rey! —llegó el aullido de Gorst.
Un soldado atacó con el pomo de su espada y luego con la hoja plana, quitando el gorro a un hombre y derrumbándolo en los adoquines. Otro Caballero de la Escolta no se contuvo tanto. Un destello de acero, un chillido agudo. En esa ocasión Savine vio la espada caer y abrir un corte enorme en el hombro de un hombre. Algo se estrelló contra el lado del carruaje y Savine se sobresaltó.
—Que Dios nos asista —murmuró Zuri.
Savine la miró.
—¿Alguna vez lo hace?
—No pierdo la esperanza. —Zuri pasó un brazo protector en torno a los hombros de Savine—. Apartaos de la ventana, no sea que…
—¿Para ir dónde? —susurró Savine, encogiéndose contra Zuri.
Al otro lado del cristal se había desatado el caos más absoluto. Un soldado a caballo y una mujer con la cara roja forcejeaban dando tirones a un extremo de una pancarta que rezaba «Igualdad para todos», cuyo otro lado estaba enredado en un amasijo de brazos y caras. Un Caballero de la Escolta cayó derribado de su montura y se perdió en la multitud como un marinero en el mar tormentoso. Estaban por todas partes, irrumpiendo entre los caballos, empujando, aferrando, gritando.
Un golpetazo hizo añicos la ventana y Savine se echó hacia atrás mientras llovía cristal roto al interior.
—¡Muerte a los traidores! —chilló alguien. ¿Refiriéndose a ella? ¿A Leo?
Entró un brazo hasta el codo y una mano sucia buscó dentro del carruaje. Savine le dio un golpe poco atinado con el lado del puño, indecisa entre si sería peor que la muchedumbre se la llevara a rastras del carruaje o que la Inquisición la llevara a rastras al Pabellón de Interrogatorios.
Zuri estaba empezando a levantarse cuando hubo movimiento fuera. Algo roció la mejilla de Savine. Manchas rojas en el vestido. El brazo se retiró del carruaje. De pronto estalló fuego al otro lado de la ventana y Savine se encorvó, rodeando la barriga con los dos brazos mientras el dolor le atenazaba las entrañas.
—Que Dios nos asista —vocalizó.
¿Iba a dar a luz allí mismo, en el lecho lleno de cristal de un carruaje en plena revuelta?
—¡Cabronazos!
Un hombre con delantal había arrebatado las riendas a aquella chica rubia que Orso tenía como sirviente, la que solía llevar los mensajes entre él y Savine hacía mil años. El hombre intentaba agarrarle la pierna mientras ella se defendía a patadas, escupiendo y rugiendo. Savine vio que Orso daba la vuelta a su caballo y empezaba a soltar puñetazos al hombre en la cabeza medio calva. El hombre dio zarpazos a Orso, intentando derribarlo de la silla.
—¡Serás…!
Le estalló el cráneo, salpicándolo todo de rojo. Savine se quedó mirándolo boquiabierta. Habría jurado que el tal Sulfur le había dado una bofetada con la mano abierta y le había arrancado media cabeza.
Gorst pasó al galope, espoleando a su montura, con los dientes desnudos mientras descargaba tajos y hacía caer cuerpos a un lado y al otro.
—¡Al rey! —chilló—. ¡Al rey!
—¡Hacia el Agriont! —bramó alguien—. ¡No os detengáis por nada!
El carruaje se sacudió y empezó a avanzar de nuevo. Savine se habría caído del asiento si no lo hubiera impedido Zuri extendiendo un brazo. Se aferró desesperada al marco de la ventana, se mordió el labio al sentir otra punzada de dolor en la barriga hinchada.
Vio que la gente se dispersaba. Oyó gritos de terror. La esquina del carruaje embistió contra un cuerpo, que rebotó contra la portezuela y cayó bajo los cascos al galope de un mensajero real. Unos mechones de cabello rubio se quedaron enganchados en la ventana rota.
Las ruedas saltaron al arrollar una pancarta pisoteada, rodaron sobre panfletos que el viento intentaba despegar de la calle mojada. El carromato de Leo traqueteaba por delante haciendo saltar chispas de los adoquines, rodeado por todas partes de caballos enloquecidos, crines al viento y arreos medio sueltos. Algo impactó contra el otro lado del carruaje antes de que dejaran atrás la fábrica de Harber y a sus trabajadores amotinados.
Entró un viento frío por la ventana rota, el corazón de Savine le aporreaba en el pecho, tenía una mano congelada en el marco pero le ardía la cara como si le hubieran dado un bofetón. ¿Cómo era posible que Zuri estuviera tan calmada a su lado? Tenía el semblante imperturbable, el brazo firme en torno a Savine. El bebé se revolvió mientras el carruaje daba saltos y sacudidas. Estaba vivo, al menos. Estaba vivo.
Vio fuera de la ventana al lord chambelán Hoff agarrando con fuerza sus riendas, con la cadena del cargo hecha un tenso lío en torno al cuello rojo. Vio al anciano y canoso portaestandarte del rey aferrando el asta de la bandera, el sol de la Unión ondeando en lo alto, una mancha aceitosa en la tela dorada.
Las calles se sucedían raudas, tan conocidas y tan desconocidas a la vez. Aquella ciudad había sido suya. No había en ella otra persona tan admirada. Tan envidiada. Tan odiada, cosa que ella siempre se había tomado como el único cumplido sincero que existía. Los edificios pasaban como centellas a ambos lados. Edificios que Savine conocía. Edificios que incluso eran suyos. O lo habían sido.
A esas alturas, seguro que ya lo había perdido todo.
Cerró los párpados con fuerza. No recordaba lo que era no estar asustada.
Recordó aceptar el anillo de Leo, viendo cómo se extendía por debajo de ellos el Agriont y toda su pequeña gente. El futuro les había pertenecido. ¿Cómo podían haberse destruido a sí mismos de una forma tan absoluta? La temeridad de Leo o la ambición de Savine no habrían bastado en solitario. Pero al igual que dos productos químicos que por separado solo son un poco venenosos, combinados habían generado un explosivo inestable que había enviado al infierno sus vidas y las de miles de personas más.
El corte en la cabeza afeitada le picaba sin tregua bajo el vendaje. Quizá habría sido más piadoso que el pedazo de metal que la había herido hubiera volado un poco más bajo y le hubiera abierto el cráneo en vez de solo el cuero cabelludo.
—¡Despacio! —Era la voz aflautada de Gorst—. ¡Despacio!
Estaban cruzando uno de los puentes que entraban en el Agriont, cuya enorme muralla se alzaba ante ellos. En otro tiempo, esa pared había hecho sentir a Savine tan a salvo como el abrazo de sus padres. En ese momento, le pareció el muro de una cárcel. En ese momento era el muro de una cárcel. Aún no tenía el cuello fuera del nudo corredizo, ni el de Leo tampoco.
Después de que lo bajaran del cadalso, Savine le había cambiado las vendas de la pierna. Le había parecido que era algo que una esposa debía hacer por su esposo herido. Sobre todo teniendo en cuenta que esas heridas eran en gran parte responsabilidad de ella. Había creído que podría ser fuerte. Era famosa por su indiferente crueldad, a fin de cuentas. Pero mientras retiraba el vendaje en un obsceno acto de desnudar a su marido, había visto cómo la tela pasaba de tener manchas de color marrón a estar teñida de rosa y luego de negro. El muñón había quedado expuesto. Las torpes puntadas que darían pesadillas a una modista. Ese tono entre púrpura y rojizo de las irregulares costuras sangrantes. La terrorífica, estrafalaria, irreal ausencia de la extremidad. La peste a licor barato y carnicería. Savine se había tapado la boca. Ninguno de los dos había pronunciado palabra, pero Savine había mirado la cara de Leo y había visto su propio horror reflejado antes de que entraran los guardias para llevársela, acto que había agradecido. El recuerdo le daba náuseas. Náuseas de remordimiento. Náuseas de repugnancia. Náuseas de remordimiento por su repugnancia.
Se dio cuenta de que estaba temblando y Zuri le apretó la mano.
—Todo saldrá bien —dijo.
Savine miró los ojos oscuros de la mujer y susurró:
—¿Cómo?
El carruaje se detuvo de sopetón. Cuando un oficial abrió la puerta, cayó cristal tintineando de la ventana rota. Savine tardó un momento en obligar a sus dedos a aflojarse. Tuvo que separarlos uno por uno del marco, como si fuese lo último que hubiera aferrado un cadáver al morir. Se tambaleó aturdida, pensando que iba a mearse encima en cualquier momento. ¿Se habría meado encima ya?
La plaza de los Mariscales. Savine había empujado la silla de ruedas de su padre por aquella extensión de losas una vez al mes, riéndose de las desgracias ajenas. Había asistido al Consejo Abierto en la Rotonda de los Lores, tamizando la cháchara en busca de oportunidades. Había hablado de negocios con sus socios, decidido a quién aupar, a quién machacar, a quién sobornar, a quién inculpar. Conocía todas las construcciones que se alzaban sobre los tejados sucios de hollín: el esbelto dedo que era la Torre de las Cadenas, la imponente silueta de la Casa del Creador. Pero esos edificios pertenecían a un mundo distinto. A una vida diferente. Alrededor de Savine los hombres miraban con ojos desorbitados, incrédulos. Tenían rasguños en la cara, los elegantes uniformes hechos harapos, las espadas desenfundadas manchadas de rojo.
—Vuestra mano —dijo Zuri.
Estaba ensangrentada. Savine le dio la vuelta con el cerebro embotado y vio una esquirla de cristal clavada en la palma, donde había aferrado el marco de la ventana. Apenas la sentía siquiera.
Alzó los ojos y cruzó la mirada con Orso. Estaba pálido y agitado, su diadema torcida, la boca entreabierta como si quisiera hablar, la de Savine entreabierta como para responder. Pero durante un rato ninguno de los dos dijo nada.
—Buscad alojamiento a lady Savine y su marido —terminó graznando Orso—. En el Pabellón de Interrogatorios.
Savine tragó saliva mientras lo miraba alejarse.
Ya no recordaba lo que era no estar aterrorizada.
Orso cruzó a zancadas la plaza de los Mariscales en dirección hacia el palacio, con los puños apretados. Por algún motivo, ver a aquella mujer aún lo dejaba sin aliento. Pero había problemas más acuciantes que las ruinas humeantes de su vida sentimental.
Que su desfile triunfal de regreso hubiera degenerado de chasco a baño de sangre, por ejemplo.
—Me odian —musitó.
Estaba acostumbrado a que lo desdeñaran, por supuesto. A los panfletos insultantes, los rumores calumniosos, las risitas burlonas en el Consejo Abierto. Pero que a un rey lo aborrecieran con educación a sus espaldas era el funcionamiento normal de la sociedad. Que a un rey lo zarandeara una multitud en la calle estaba a un paso muy corto de una sublevación con todas las de la ley. La segunda en solo un mes. Adua, el centro del mundo, el cénit de la civilización, el dechado de progreso y prosperidad, había quedado sumida en un caos anárquico.
Había sido una decepción bastante sorprendente. Como echarse un delicioso dulce a la boca y, al masticar, descubrir que en realidad era un pedazo de mierda. Pero así era la experiencia de ser un monarca. Un sorprendente bocado de mierda tras otro.
Lord Hoff resollaba, esforzándose para no quedarse atrás.
—Siempre hay… protestas…
—¡Me odian, joder! ¿No has oído cómo aclamaban al Joven León? ¿Cuándo se ha convertido ese cabrón engreído en un hombre del pueblo?
Antes de la victoria de Orso, todo el mundo lo había considerado a él un cobarde lamentable y a Brock un grandioso héroe. Sin duda, lo justo sería que después hubieran intercambiado los papeles. Y en cambio, habían pasado a ver en Orso a un tirano despreciable mientras ovacionaban al Joven León, en quien veían a un derrotado digno de su simpatía. Si a Brock le hubiera dado por hacerse una paja en la calle, habría recibido la atronadora aprobación del público.
—¡Putos traidores! —rugió Rucksted, frotando un puño enguantado contra su palma enguantada—. ¡Deberíamos ahorcarlos del primero al último, joder!
—No se puede ahorcar a todo el mundo —dijo Orso.
—Con vuestro permiso, regresaré a la ciudad e iré empezando a lo grande.
—Me temo que nuestro error han sido demasiados ahorcamientos, no demasiado pocos.
—¡Majestad! —Un mensajero real de aterradora altura estaba esperando en la vía Regia bajo la estatua de Harod el Grande, con el yelmo alado bajo un brazo—. Vuestro Consejo Cerrado solicita vuestra presencia urgente en la Cámara Blanca. —El mensajero echó a andar junto a Orso, para lo que tuvo que acortar el paso de manera considerable—. ¿Me permitís daros la enhorabuena por vuestra célebre victoria en Stoffenbeck?
—Da la impresión de que fue hace mucho tiempo —respondió Orso sin dejar de andar. Tenía miedo de que, si paraba de moverse, se derrumbaría como una torre de ladrillos levantada por un niño—. Ya me ha dado la enhorabuena una turba de alborotadores ahí atrás, en la vía Regia.
Alzó la mirada ceñudo hacia la enorme estatua de Casamir el Firme, preguntándose si alguna vez se habría visto obligado a huir de sus propios súbditos por las calles de su propia capital. Los libros de historia no mencionaban nada parecido.
—Las cosas han estado… agitadas en vuestra ausencia, majestad —dijo el mensajero real, y a Orso no le hizo ninguna gracia su forma de decir «agitadas». Daba la impresión de ser un eufemismo de algo mucho peor—. Hubo ciertos disturbios al poco de marcharos. Por el incremento del precio del pan. Entre la rebelión y el mal tiempo, no llegaba bastante harina a la ciudad. Un grupo de mujeres entró por la fuerza en varias panaderías. Apalearon a los propietarios. A uno lo acusaron de especulador y… lo asesinaron.
—Eso es preocupante —dijo Sulfur, quedándose cortísimo.
Orso se fijó en que Sulfur estaba limpiándose a conciencia la sangre del dorso de la mano con un pañuelo. De la leve sonrisa que había logrado mantener durante la ejecución de doscientas personas a las afueras de Valbeck no quedaba ni el menor rastro.
—Al día siguiente hubo huelga en la Fundición de la Calle de la Colina. Al siguiente se declararon tres más. Algunos guardias se negaron a patrullar. Otros se enfrentaron a los alborotadores. —El mensajero real se obligó a decir, incómodo—. Varias muertes.
El padre de Orso era el último en la procesión de monarcas inmortalizados, contemplando el parque desierto con una expresión de mando decidido que jamás había mostrado en vida. Enfrente de él, a una escala algo menos monumental, se alzaban el famoso héroe de guerra que era el lord mariscal West, el renombrado torturador que era el archilector Glokta y el Primero de los Magos en persona, que miraba furibundo hacia abajo con el labio torcido como si en efecto para él todos los demás fuesen hormigas protestonas. Orso se había preguntado a menudo qué sirvientes terminarían delante de su propia estatua en los años venideros. Esa era la primera vez que se preguntaba si llegarían a erigir su estatua.
—¡Ahora se restablecerá el orden! —Hoff estaba esforzándose por levantar los ánimos generales—. ¡Ya lo veréis!
—Eso espero, excelencia —respondió el mensajero real—. Los grupos de Rompedores se han apoderado de varias fábricas. Marchan sin esconderse por las Tres Granjas, exigiendo… bueno, la dimisión del Consejo Cerrado de Su Majestad. —A Orso no le hizo ninguna gracia su forma de decir «dimisión». Daba la impresión de ser un eufemismo de algo mucho más definitivo—. La gente está agitada, majestad. La gente quiere sangre.
—¿Mi sangre? —murmuró Orso, intentando en vano aflojarse el cuello de la casaca.
—Bueno… —El mensajero real hizo un saludo marcial bastante flojo para despedirse—. Sangre, en todo caso. No creo que les importe mucho la de quién.
Fue un triste y reducido Consejo Cerrado el que se levantó con avejentado esfuerzo cuando Orso irrumpió en la Cámara Blanca. El lord mariscal Forest se había quedado atrás en Stoffenbeck con los destrozados restos del ejército. El archilector Pike estaba aterrorizando a los siempre inquietos habitantes de Valbeck para someterlos de nuevo. Aún no habían nombrado sustituto para el juez supremo Bruckel después de que le partieran la cabeza en dos durante un atentado previo contra la vida de Orso. La silla de Bayaz en el otro extremo de la mesa estaba, como lo había estado durante la mayoría de los últimos siglos, vacía. Y del supervisor general solo cabía suponer que hubiera salido otra vez, por su vejiga.
La voz del lord canciller Gorodets sonó más bien chillona.
—Permitidme daros la enhorabuena, majestad, por vuestra célebre victoria en Stoffenbeck, que…
—Olvidadla. —Orso se dejó caer en su incómodo asiento—. Yo ya lo he hecho.
—¡Nos han atacado! —Rucksted llegó a su asiento con las espuelas tintineando—. ¡A la comitiva real!
—¡Alborotadores en las putas calles de Adua! —resolló Hoff mientras se hundía en su silla y empezaba a limpiarse el sudor de la frente con la manga de la túnica.
—Por no hablar de la sangre —musitó Orso, pasándose los dedos por la mejilla y encontrándolos un poco manchados de rojo. La actividad de Gorst lo había salpicado por todas partes—. ¿Tenemos noticias del archilector Pike?
—¿No os habéis enterado? —Gorodets había evolucionado de su habitual costumbre de ahuecarse y peinarse la barba a mesársela haciendo garras con los dedos—. ¡Valbeck ha caído ante un levantamiento!
El «glug» de Orso tragando saliva resonó audible en las inmaculadas paredes blancas.
—¿Levantamiento?
—¿Otra vez? —gañó Hoff.
—No hemos recibido mensaje alguno de su eminencia —dijo Gorodets—. Tememos que lo hayan capturado los Rompedores.
—¿Capturado? —murmuró Orso. Empezaba a notar la sala incluso más agobiante y atestada que de costumbre.
—¡Llegan noticias de revueltas por toda Midderland! —espetó el cónsul general, gorjeando al borde del pánico—. Hemos perdido el contacto con las autoridades de Keln. Llegan nuevas preocupantes desde Holsthorm. Robos. Linchamientos. Purgas.
—¿Purgas? —susurró Orso. Parecía estar condenado a repetir palabras sueltas sin cesar en tono de horrorizada inquietud.
—¡Se rumorea que hay bandas de Rompedores asolando el campo!
—Unas bandas enormes —dijo el lord almirante Krepskin—. ¡Que se dirigen hacia la capital! Los muy cabrones han empezado a llamarse a sí mismos el «Ejército Popular».
—Una puta plaga de traiciones —susurró Hoff, con los ojos fijos en la silla vacía al extremo de la mesa—. ¿Podemos hacer llegar un mensaje a lord Bayaz?
Orso negó con la cabeza, estupefacto.
—No lo bastante pronto para que sirva de algo.
Supuso que el Primero de los Magos preferiría guardar una discreta distancia de todos modos, mientras planeaba cómo sacar beneficio una vez concluyera todo.
—Hemos hecho lo imposible para evitar que las noticias se hicieran públicas.
—Para que no cundiera el pánico, majestad, ya sabéis, pero…
—¡Podrían llegar a nuestras puertas en cuestión de días!
Hubo un largo silencio. La sensación de triunfo que había tenido Orso mientras se acercaba a la ciudad era un sueño apenas recordado.
Si existía un polo opuesto a sentirse como un rey, Orso acababa de descubrirlo.
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