Las distopías nunca han faltado en el surtido que oferta la ficción en cualquier formato. Nacieron en la literatura, mediante fábulas tan absorbentes como la de Gulliver y sus inquietos viajes, los cuales le permitieron conocer sociedades tan alejadas como inquietantemente familiares en algunos compases. Si Tomás Moro forjó el concepto de la Utopía como un ideal inalcanzable al que se debía aspirar, la Distopía se muestra como la lógica prolongación de esa idea que puede ser deformada y convertirse en un cuento con moraleja, el grito de socorro antes las dimensiones más inquietantes del presente en el que nos movemos.
El séptimo arte es el trampolín perfecto para que esa mirada al horizonte sea impactante y depare momentos tan inolvidables como el monólogo final de Blade Runner. En Windumanoth hemos querido jugar a hacer un podio muy particular, un altar a futuros inciertos que ocuparan diez películas. Hay pocos recelos en que cada una de ellas merece estar, si bien se han quedado otras en el tintero que en nada las habrían desmerecido.
El orden se basa simplemente en la cronología de su aparición en las carteleras. Con una bolsa de palomitas, entren libremente y por propia voluntad en esa bola de cristal del celuloide que nos advierte sobre nosotros mismos. En entradas anteriores os hablamos de Metrópolis, de El planeta de los simios, de La naranja mecánica y de Blade Runner. Hoy os hablaremos de…
1984

Cartel original de 1984
Agudo observador y de penetrante mirada en lo social, podemos imaginar que George Orwell habría visto con sumo interés El cuento de la criada (2017-2023). Probablemente, habría pedido de inmediato conocer la novela en la que se basa la serie protagonizada por la excelente Elisabeth Moss, viendo varios paralelismos entre la escritora Margaret Atwood y él mismo. Teniendo en cuenta que el británico reconocía en sus ensayos los propios prejuicios inherentes a todo ser humano, probablemente este Orwell futurista habría visto cómo había subestimado en su tiempo la ola feminista y reconocería el ostracismo que las mujeres solían tener en sus narraciones.
Hacemos esta alusión hacia el gran escritor sin ánimo de ataque, todo lo contrario, más bien con la brújula que el autor de 1984 (1949) nos legó en sus agudas reflexiones, cimentadas en haber sido testigo y actor en eventos tan trascendentales como la guerra civil española (1936-1939). Nadie está exento de caer en algunas de las trampas de su tiempo, incluso las mentes más agudas. Lo excepcional del literato al que debemos el adjetivo orwelliano es su capacidad de advertirnos, siendo impensable que llegasen cómics como V de Vendetta (1980), el grito de Alan Moore y David Lloyd ante algunas de las reformas que estaban ocurriendo en la Inglaterra de la Dama de Hierro o la forma de dicha administración de entender cuestiones como la homosexualidad.
En nuestro presente, Orwell suele ser un arma arrojadiza en las discusiones políticas, apropiándose de un espíritu inquieto y pesimista que no poseía especialmente una visión esperanzadora de nuestra especie. Dorian Lynskey, el investigador que regaló El Ministerio de la verdad: Una biografía del 1984 de George Orwell (2022) ha sido uno de los primeros en acentuar cómo el escritor lamentaba profundamente que entre los partidos políticos fuera tabú el elogio del adversario o admitir que podía tener razón en algún apartado.
Era mera cuestión de tiempo que el séptimo arte cayera subyugado y tratara de llevar a las pantallas un trabajo que dejaba en amistosa advertencia las palabras de Dante en las puertas del averno. En el Ministerio de la Verdad es donde realmente dejaríamos de ser nosotros mismos.
Heridas
John Hurt es uno de los más magníficos actores en habla inglesa de su generación. Michael Radford, director y guionista del libreto que adaptaba la obra maestra de Orwell, con máximo respeto a Rebelión en la granja (1945), advertía que el público tenía una impresión equivocada del actor de Chesterfield. Era mucho más atlético y saludable de lo que parecía decir su complexión delgada, pero siempre era capaz de contraerse y parecer más indefenso de lo que en realidad era.

John Hurt en 1984
Sorprende poco que otro maestro como Ridley Scott lo empleara para una de las secuencias más inolvidables y desagradables de la primera cinta de la franquicia de Alien. Pocas voces saben transmitir mejor el sufrimiento que Hurt, sin hipérboles y con un punto de cotidianeidad que es imprescindible para Winston Smith, el principal protagonista de la distopía de Orwell.
Radford tuvo el timing de estrenarla en pleno 1984, con motivo de la coincidencia entre el año escogido por la novela (una fecha que también tenía obsesionados a Chris Claremont y John Byrne, como veremos a continuación), consciente de que iba a poder disponer de recursos más que suficientes para sobrepasar a su predecesora: el telefilm de 1954 que llegó a convocar incluso a la familia real frente al televisor, hasta tal punto nos hallamos ante un hito de la cultura pop en Gran Bretaña.
Marvin Rosenblum había conseguido comprar los derechos de la obra a Sonia Orwell años atrás, poco antes de que un terrible tumor cerebral se llevase a la heredera de aquel legado tan inquietante y pesimista.
La servidumbre de las pantallas
No resulta tarea sencilla simpatizar con la figura de Catón el Viejo. Curtido senador, suyos son los discursos de preservación de valores, inquietud ante la sofisticación de la cultura helena y una obsesión por reducir Cartago a cenizas. Sin embargo, del estoicismo de este romano de viejo cuño hay varias sentencias que reflejan una sabiduría adquirida de generación en generación. Preguntado por las riquezas y lujos que estaban llegando por las conquistas de la República, el serio Catón afirmó no sentir inquietud por aquello que iban a hacer sus conciudadanos con ellas. Eso sí, le quitaba el sueño lo que esa fortuna recién adquirida iba a hacer con su pueblo.
Ni Orwell ni Ray Bradbury, escritor con el que está profundamente hermanado en cuanto a sus mensajes, pueden ser considerados luditas frente a los avances tecnológicos de la época histórica que les tocó vivir. De cualquier modo, ambos dedicaron muchas páginas inquietantes y premonitorias sobre el papel que iban a tener las pantallas en nuestras vidas. Como habría dicho Catón, el riesgo no era usarlas, pero sí caer en el sentido inverso: que fuera un medio visual capaz de someternos y llevarnos a una fase distinta donde nuestra autonomía sería menor.
Sorprende poco que Bog Flag, un actor cómico de gran reputación en aquellos días, fuera la figura escogida para salir en los monitores como el Hermano Mayor, un concepto que la telebasura que estaba por venir haría suyo. Con todo, la gran némesis del asunto siempre ha anidado en O’Brien, uno de esos villanos que parecen salidos de la factoría de Alfred Hitchcock. Es decir, realmente taimados, de impecables modales y con una imagen más pulcra incluso que la del propio héroe. Por ejemplo, el Galvin Elster encarnado por Tom Helmore, una persona mucho más equilibrada emocionalmente que el “Scottie” Ferguson de James Stewart en Vértigo (1958).

El Hermano Mayor en 1984, interpretado por Bob Flag
La búsqueda del hombre que se gana la confianza de Winston y luego lo pulveriza fue realmente ardua. No se pudo conseguir a Sean Connery y los emolumentos pedidos por Marlon Brando excedían el presupuesto, por mucho que le productor Simon Perry había logrado obtener recursos realmente notables para su tiempo. Sea como fuere, Richard Burton terminó aceptando la oferta mientras leía la trama en Haití y aceptó viajar a la sastrería ubicaba en Savile Row para hacer de ese representante del Partido único que tiene ojos en todas partes.
Ratas
Representan un tipo de animal inquietante. Más allá de su desagradable aspecto y olor, somos conscientes de que terminarían teniendo, como las cucarachas, muchas papeletas de sobrevivir en un Holocausto nuclear. No en vano, un cineasta como James Gunn utilizó a las ratas como metáfora perfecta de que todo forma parte de un plan en su cínica y divertida Escuadrón Suicida (2021). En el pasado, hombres de letras como Miguel Delibes las emplearon para títulos rotundos de sus propias obras.
Para Orwell aquellas criaturas eran algo más. Las había visto gordas y orondas en pleno frente de Aragón, reflejo de cómo estaban siendo las grandes beneficiadas por el conflicto español. Aquella espeluznante etapa le permitió trazar la perdición de Winston: la habitación 101, el lugar donde todos los enemigos del Hermano Mayor deben colocarse frente al espejo.
En una ocasión, Eduardo Torres Dulce afirmó que narraciones como La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson, exigen humildad en sus adaptaciones. Es decir, que no tiemble el pulso a la hora de seguir los pasos hábilmente trazados, no querer pecar de excesivas acrobacias con una materia prima que ya es excelente. Radford se entrega al relato de Orwell y nos transmite la angustia de Winston, extraordinariamente mimetizada por John Hurt: se verá abocado a elegir entre traicionar el último trozo de su alma (su amada Julia) o permitir a esos roedores devorarle su rostro de una manera despiadada. Como los grandes maestros, Orwell sabe que es mucho peor lo que nos obliga a imaginar que lo más turbio que se pueda mostrar.
El quebrantamiento que confirma Hurt hace que 1984 siga permaneciendo como uno de los finales más descorazonadores y de gore emocional que se han visto. Al renunciar a Julia, interpretada por la actriz Suzanna Hamilton, es vencido por completo y sin atisbo de redención.
Julia
Es un nombre de origen romano que evoca a la tradición más antigua. Orwell compone a Julia con menos aristas que Winston, si bien es un personaje interesantísimo. Muchos años después, la escritora Sandra Newman acometió el reto de hacer una versión del mito desde la óptica de la novia del protagonista, teniendo la honestidad de mostrar a la rebelde tan vulnerable y quebradiza como a su pareja. De hecho, es posible que como comunidad lectora y audiencia hallamos puesto un listón inhumano sobre los dos amantes. Antes que premiar su intento de pensar y amar libremente, nos quedamos con el descorazonador desenlace, como si navegar contra todo un sistema de valores fuera sencillo y nosotros mismos no hubiéramos caído frente a la atroz tortura.

Suzanna Hamilton en 1984
El último diálogo entre Hamilton y Hunter es una de las escenas más poderosas de la filmografía británica, un golpe bajo y que hace sangrar. El mismo Orwell admitió que sus problemas de salud lo llevaron a no dejar ninguna rendija al positivismo, si bien mantenía atento el objetivo de cualquier distopía: del ser humano dependía que eso no terminara ocurriendo realmente.
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