La naranja mecánica

TOP 10: Las mejores distopías cinematográficas (Tercera entrega)

by Marcos Rafael Cañas Pelayo
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Las distopías nunca han faltado en el surtido que oferta la ficción en cualquier formato. Nacieron en la literatura, mediante fábulas tan absorbentes como la de Gulliver y sus inquietos viajes, los cuales le permitieron conocer sociedades tan alejadas como inquietantemente familiares en algunos compases. Si Tomás Moro forjó el concepto de la Utopía como un ideal inalcanzable al que se debía aspirar, la Distopía se muestra como la lógica prolongación de esa idea que puede ser deformada y convertirse en un cuento con moraleja, el grito de socorro antes las dimensiones más inquietantes del presente en el que nos movemos.

El séptimo arte es el trampolín perfecto para que esa mirada al horizonte sea impactante y depare momentos tan inolvidables como el monólogo final de Blade Runner. En Windumanoth hemos querido jugar a hacer un podio muy particular, un altar a futuros inciertos que ocuparan diez películas. Hay pocos recelos en que cada una de ellas merece estar, si bien se han quedado otras en el tintero que en nada las habrían desmerecido.

El orden se basa simplemente en la cronología de su aparición en las carteleras. Con una bolsa de palomitas, entren libremente y por propia voluntad en esa bola de cristal del celuloide que nos advierte sobre nosotros mismos. En entradas anteriores os hablamos de Metrópolis y de El planeta de los simios. Hoy os hablaremos de…

LA NARANJA MECÁNICA

La naranja mecánica

Las fuentes divergen sobre el momento, pero el resultado es el mismo: en algún momento, el guionista Terry Southern regaló a Stanley Kubrick una novela fabulosa, la clase de relato distópico que podía hacer enloquecer de gozo a un cineasta tan perfeccionista como él: La naranja mecánica había sido uno de los trabajos magistrales de Anthony Burgess, quien en 1962 nos obligó a mirar con recelo hacia un futuro no tan lejano donde la gente joven sería extremadamente sádica, epicúrea y vacua.

Aunque era una deidad detrás de la cámara, el propio Kubrick admitía sus dificultades a la hora de escribir historias propias. Este hecho le hacía ser extremadamente elogioso cuando se encontraba con un material literario de primera. Frustrado por el truncado rodaje de Napoleón, el autor de Atraco perfecto (1956) quiso saber cuanto antes la forma de adquirir los derechos de aquella joya. Ello le llevó a toparse con Si Litvinoff, un agudo abogado que, indudablemente, le hablaría de la poca afortunada adaptación que en el pasado había llevado a cabo un artista como Andy Warhol del futuro inquietante de Burgess.

El perfeccionismo febril

Kubrick alteraba todo. Litvinoff tenía otras ofertas encima de la mesa… ¡incluyendo a sus Satánicas Majestades! ¿Pueden imaginarse a Mike Jagger encabezando a la horda de drugos? Estuvo muy cerca de ocurrir. Sea como fuere, el detallista director estaba totalmente subyugado por el lenguaje de Burgess, el potencial oscuro de los personajes y la capacidad de plasmar su personal visión a esa mitología. La década de los setenta del pasado siglo iba a tener un filme de los que hacían época.

«Es posible conservar en la película la mayor parte de la narración». Burgess, quien se había mostrado realmente positivo ante una futurible colaboración bajo el teclado, vio frustrado su anhelo de estar en el set de rodaje, pero también estaba recibiendo el mejor elogio posible: sus palabras estaban tan vivas y las escenas descritas resultaban tan elocuentes que Kubrick sentía que aquello casi se podía trasladar al celuloide sin una adaptación al uso en el guion.

Stanley Kubrick y Malcolm McDowell durante el rodaje

Como si el obsesivo detalle hubiera sido una de las maldiciones de su oda a Bonaparte, ahora la maquinaria del cine se puso de inmediato en marcha para que Kubrick tuviera su distopía. John Barry, su diseñador de producción, recorrió mansiones en las afueras de Oxfordshire y también halló casinos abandonados que se enmarcaran en una historia absolutamente sombría y con un narrador destinado a permanecer en la retina de las pesadillas por venir.

Alex… ¿DeLarge?

En ocasiones, el género que nos ocupa es tan potente en sus escenarios que los protagonistas son casi anecdóticos. Un mundo feliz (1932) representa más un monumento al ingenio de Aldous Huxley que a cualquier posible carisma de sus criaturas, vehículos para reflejar sus agudas reflexiones. En cambio, el DeLarge de Burgess está tan vivo como su autor. Y lo está todavía con mayor ferocidad en la excéntrica y absorbente caracterización de un actor tan personal como Malcolm McDowell. Sorprende muy poco que fuera posteriormente el elegido para hacer del emperador Calígula.

McDowell resultaba ideal para ser creíble como un narcisista adolescente que lidera con facilidad a su escuadra de drugos. La asociación se traduce en una banda juvenil de impoluto blanco donde sus integrantes son absolutos imbéciles. De cualquier modo, Alex es lo suficientemente inteligente, al igual que varios líderes fascistas, para saber que sus esbirros no deben compartir su cultura (es un apasionado de Ludwig Beethoveen y sabe ser realmente seductor cuando unas jóvenes le interesan en una tienda de discos): solamente deben respetar su autoridad y él sabrá orientar sus golpes para algunas de las secuencias más duras que se habían visto en el séptimo arte.

Malcolm McDowell

En contra de lo que pudiera pensarse, Kubrick incluso moderó algunas de las mayores atrocidades. Mientras que en el film las muchachas que lleva a su apartamento parecen de su generación, en la obra literaria se recalcaba que eran menores de edad y engañadas para consumir drogas que le permitan a él someterlas a su voluntad.

En la novela original desconocíamos el apellido de un narrador que admitía sin remordimiento que la sociedad no debía permitir a tipos como él andar sueltos por las calles. Kubrick y McDowell hablaron largo y tendido del asunto. Siguiendo una preceptiva que luego David Cronenberg repetiría en Crash (1996), el director quería apellidar a Alex como Burgess en homenaje a su novelista original. Sin embargo, el intérprete sugirió usar el añadido DeLarge, un fiel reflejo del complejo de Alejandro Magno que tiene nuestro inquietante líder. Finalmente, ganó la apuesta y nos sumergió en las tinieblas.

Visionarios

John Alcott era un especialista con la cámara que se había granjeado un lugar de honor en el Olimpo de la ciencia ficción con su ayuda al propio Kubrick en 2001: Una odisea en el espacio (1968). Por ello, Alcott tuvo mucha autonomía a la hora de tomar una decisión que salvaguardó al film en el imaginario popular: hacer un apartado visual pensando en las futuras retransmisiones televisivas, evitando así las mutilaciones que en aquella época se hacían de esa clase de obras.

Considerado una de las personalidades más metódicas de la industria, sorprende que Kubrick tardará menos de medio año en rodar una de sus obras maestras. La calificación de “X” con la que fue obsequiada en New York casaba con varios instantes desasosegantes: en particular, la forma en que los drugos asaltaban la casa de una pareja madura y burguesa que vive en un remanso de cultura pacífica. La manera de mancillar esa huella de civilización no ha perdido ni un ápice de su terrible devastación. Previamente a Irreversible (2002), la audiencia tuvo que asistir a una violación en todos los sentidos que podría estomagar a cualquiera.

Lo más turbio del talentoso y oscuro planteamiento de Burgess es que siempre estamos bajo la óptica de un adolescente vanidoso y poco empático, siervo de la ultraviolencia. Un cierto aire redentor en el último capítulo de la novela (que no estaba en la edición manejada originalmente por Kubrick) fue totalmente olvidado por la película, donde la moraleja era de un pesimismo inapelable hacia la condición del ser humano como una criatura sin posibilidad de mejorar.

Lo llamativo de La naranja mecánica es su capacidad de dar las tornas en el corazón del metraje y convertir en otra víctima a un verdugo al que solamente podemos contemplar con repulsión.

La caída del bar lácteo

El bastón victoriano o una serpiente llamada Basil con apenas las puntas del iceberg de la increíble arrogancia de Alex. Su propia sed de autodestrucción lo llevará a la cárcel y a terminar aceptando el enigmático tratamiento Ludovico, una oferta de conmutar su pena a cambio de que experimenten con el objetivo de alterar su conducta. El extraño giro incluirá algunas de las escenas de lavado de cerebro más impactantes hasta la fecha y la extraña sensación de que casi podríamos sentir lástima por DeLarge.

La naranja mecánica

A partir de entonces, la maestría de Kubrick muestra a un ser que mantiene su mentalidad criminal, peor es incapaz de ejecutar sus deseos por las propias medidas tomadas. Si bien los drugos son el máximo exponente de la insensatez, la distopía muestra aquí a las fuerzas del orden siendo capaces de convertir en conejillo de Indias al espíritu del libre albedrío. De hecho, casi supone un placer culpable ver al antiguo líder convertido en la nueva presa de sus antiguos asociados, los cuales han mantenido sus viejos hábitos e incluso son todavía más inquietantes sin una voz autoritaria que los guíe en su destrucción sin sentido.

Por décadas, el Reino Unido tuvo prohibida la venta o el alquiler del film, confirmando el miedo que el poder suele tener a las meras ideas mientras ocurren atrocidades en la realidad. Documentales como La naranja prohibida (2021), dirigida por Pedro González Bermúdez, escenificaron como este fruto vetado se convirtió en uno de los más codiciados por los paladares de personas amantes del séptimo arte en la Península Ibérica.

«A Kubrick no le gustaban los actores porque no podía controlarlos», afirmaba complacido Malcolm McDowell con un insolente desafío que Alex hubiera aplaudido. Si bien su afilada hoja se convertiría en una encarnación perfecta del psicópata sin escrúpulos, además de una indumentaria incluso para símbolos de los dibujos animados como Bart Simpson, el intérprete siempre afirmó que la mayor sacudida que provocaba el film se producía en la psicología de las personas que aceptaban el juego del gato y el ratón de Burgess.

Wendy Carlos logró adaptar a la perfección a un maestro como Beethoven para tornar la belleza en un huracán despiadado que agitaba a propios y extraños, en un futuro absolutamente indeterminado y que siempre notaríamos sumamente cercano. Al igual que Alex, sentimos que una fuerza opresora nos ha abierto los ojos y vamos a estar obligados a presencias inimaginables horrores sin que podamos impedirlo.

 


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