Los males del mundo: primer capítulo de El problema de la paz

by Daniel Garrido
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La espera de los lectores de Joe Abercrombie está a punto de llegar a su fin. Este mes de febrero el sello Runas publica en español El problema de la paz, la segunda entrega de la trilogía La Era de la Locura. La nueva historia del autor inglés está ambientada unos 30 años después de su trilogía original de La Primera Ley y nos lleva hasta un Círculo del mundo donde la industrialización empieza dejar sentir sus huella. Toda una nueva generación de personajes tratan de labrarse su propio camino, sin ser conscientes del todo de las fuerzas que se ocultan en las sombras, deudoras del pasado.

Esta nueva trilogía de Joe Abercrombie se inició con Un poco de odio, que ya reseñamos en nuestro número 8, y en la nueva entrega el autor inglés está dispuesto a llevar al límite a todos sus personajes (como ya señalamos en nuestra reseña de esta segunda novela publicada en nuestro último número).

El problema de la paz

SINOPSIS

A pesar de los reveses sufridos, no hay nada que se interponga en el camino de Savine dan Glokta, en el pasado la inversora más poderosa de Adua, cuando ha puesto su ambición en un objetivo. Para héroes como Leo dan Brock y Stour Ocaso la paz no es más que un inconveniente que debe remediarse cuanto antes. Pero primero hay que alimentar agravios y reunir aliados. Entre tanto, Rikke tiene que dominar el ojo largo… antes de que su poder acabe con ella. En todos los sectores de la sociedad anida el descontento. Los Rompedores aún acechan en la clandestinidad, tramando planes para llevar a cabo el Gran Cambio que por fin libere al pueblo, mientras los nobles descontentos tratan de aumentar su influencia y sus prebendas. Orso intenta hallar un camino seguro en el laberinto de cuchillos que es la política, pero sus deudas y sus enemigos no dejan de aumentar. Ninguna alianza, ninguna amistad, ninguna paz, dura para siempre.

Para ir abriendo boca hoy os traemos en exclusiva el primer capítulo de El problema de la paz, la nueva novela de Joe Abercrombie, que podréis encontrar en vuestras librerías este 25 de febrero. Runas publicará la novela en formato tapa dura con sobrecubierta, con una extensión de 712 páginas, y al precio de 24,90 euros. La edición digital se pondrá a la venta el mismo día por 12,49 euros. La traducción, que podéis disfrutar ya en este primer adelanto que os traemos, es de Manu Viciano, quien ya se encargó de la misma tarea en la primera entrega de La Era de la Locura. ¡Sin más preámbulos os dejamos ya con el primer capítulo!

EL PROBLEMA DE LA PAZ: LOS MALES DEL MUNDO

—Espero que no moleste a nadie que prescindamos de esto por ahora. —Orso dejó caer su diadema y el oro centelleó en una polvorienta franja de sol de primavera mientras daba vueltas y vueltas—. Este dichoso trasto me roza bastante.
Se frotó la piel irritada que le había dejado la diadema por encima de las sienes. En aquello tenía que haber alguna metáfora. La carga del poder, el peso de una corona. Pero sin duda su Consejo Cerrado ya había oído antes todo eso.
En el momento en que Orso se sentó, empezaron todos a arrastrar sus propias sillas, a estremecerse al agachar viejas espaldas, a gruñir al aposentar viejos culos en la dura madera, a refunfuñar al meter viejas rodillas bajo las tambaleantes pilas de papel que había en la mesa.
—¿Dónde está el supervisor general? —preguntó alguien, señalando con la barbilla una silla vacía.
—Fuera, con su vejiga.
Hubo un coro de gemidos.
—Pueden ganarse mil batallas. —El lord mariscal Brint jugueteó con el anillo de mujer que llevaba en el meñique, escrutando la media distancia como si hubiera allí un ejército enemigo—. Pero al final, ningún hombre puede derrotar a su propia vejiga.
Como la persona más joven de la sala por unos treinta años de diferencia, Orso categorizaba la vejiga entre sus órganos menos interesantes.
—Un asunto antes de que empecemos —dijo.
Todos los ojos se volvieron hacia él. Excepto los de Bayaz, sentado en el extremo opuesto a la cabecera de la mesa. El legendario mago siguió mirando por la ventana, hacia los jardines de palacio que apenas empezaban a florecer.
—Estoy decidido a hacer una gran gira por la Unión. —Orso procuró sonar con autoridad. Regio, incluso—. Visitaré cada provincia, cada ciudad importante. ¿Cuándo fue la última vez que un monarca estuvo en Starikland? ¿Mi padre fue allí alguna vez?
El archilector Glokta torció el gesto. Incluso más de lo habitual.
—Starikland no se consideraba segura, majestad.
—Starikland siempre ha padecido de un temperamento inquieto.
—El lord canciller Gorodets se dedicaba a alisarse distraído la barba hasta dejarla en punta, revolvérsela y alisarla de nuevo—. Y ahora más que nunca.
—Pero tengo que conectar con el pueblo. —Orso dio un puñetazo en la mesa para enfatizar la última palabra. Allí dentro hacía falta un poco de sentimiento. En la Cámara Blanca todo era frío, seco y mero cálculo—. Mostrarles que todos formamos parte de un mismo gran empeño. Que somos una familia. Se supone que esto es una Unión, ¿verdad? Pues habrá que unirse, joder.
Orso nunca había querido ser rey. Le gustaba incluso menos que ser príncipe heredero, si es que era posible. Pero ya que era el rey, estaba decidido a hacer algún bien con su posición.
El lord chambelán Hoff dio unos golpecitos en la mesa, en blando aplauso.
—Una idea maravillosa, majestad.
—Maravillosa —repitió el juez supremo Bruckel, que hablaba al estilo de un pájaro carpintero y tenía un pico no muy distinto—. Idea.
—Nobles sentimientos, y bien expresados —convino Gorodets, aunque el aprecio no acabó de reflejarse en sus ojos.
Un anciano removió unos papeles. Otro frunció el ceño mirando su copa de vino como si algo hubiera muerto en su interior.
Gorodets seguía alisándose la barba, pero había puesto cara de tener un regusto a orina en la boca.
—¿Pero? —Orso estaba aprendiendo que en el Consejo Cerrado siempre había al menos un «pero».
—Pero… —Hoff lanzó una mirada a Bayaz, que le concedió permiso con un levísimo asentimiento—. Quizá sería mejor esperar a un momento más propicio. A tiempos más estables. Aquí hay muchos desafíos que requieren la atención de su majestad.
El juez supremo dio un pesado bufido.
—Muchos. Desafíos.
Orso dejó escapar algo a medio camino entre un gruñido y un suspiro. Su padre siempre había despreciado la Cámara Blanca y sus sillas duras y austeras. Despreciaba a los hombres duros y austeros que las ocupaban. Había advertido a Orso que jamás salía nada bueno del Consejo Cerrado. Pero si no salía de allí, ¿de dónde? Aquella sala pequeña, sofocante e insulsa era la que albergaba el poder.
—¿Estáis insinuando que la maquinaria del gobierno se atascaría sin mí? —preguntó—. Creo que echáis demasiado azúcar al
pastel.
—Hay asuntos en los que debe verse puesta la atención del monarca —dijo Glokta—. Los Rompedores recibieron un golpe devastador en Valbeck.
—Una tarea difícil bien ejecutada, majestad —babeó Hoff con empalagosa zalamería.
—Pero ni por asomo están erradicados. Y los que escaparon se han vuelto… más extremos si cabe en sus ideas.
—Alborotos entre los trabajadores. —El juez supremo Bruckel meneó deprisa su huesuda cabeza—. Huelgas. Organización. Ataques a empleados y propiedades.
—Y los dichosos panfletos —dijo Brint, provocando un gemido colectivo.
—Dichosos. Panfletos.
—Yo antes pensaba que la educación era solo un desperdicio en la plebe. Ahora digo que además es un peligro.
—Ese puto Tejedor sabe hacer frases pegadizas.
—Por no mencionar los grabados obscenos.
—¡Incitan al populacho a la desobediencia!
—¡A la deslealtad!
—Hablan de que llega un «Gran Cambio».
Una oleada de espasmos ascendió por el lado izquierdo de la maltrecha cara de Glokta.
—Culpan al Consejo Abierto. —Y publicaban caricaturas de ellos como cerdos peleándose en el comedero—. Culpan al Consejo Cerrado. —Y publicaban caricaturas de ellos follándose unos a otros—. Culpan a Su Majestad. —Y publicaban caricaturas de él follándose cualquier cosa—. Culpan a los bancos.
—Difunden el absurdo rumor de que la deuda… a la Banca Valint y Balk… está esquilmando al estado… —Gorodets dejó de hablar y dejó la sala sumida en un nervioso silencio.
Bayaz por fin apartó sus ojos verdes y duros de la ventana para mirar furibundo mesa arriba.
—Hay que poner coto a toda esta desinformación.
—Hemos destruido una docena de imprentas —graznó Glokta—, pero construyen más, y cada vez más pequeñas. Ahora cualquier necio puede escribir, e imprimir, y airear sus ideas.
—Es el progreso —lamentó Bruckel poniendo los ojos en blanco.
—Los Rompedores son como putos topos en un jardín —gruñó el lord mariscal Rucksted, que había girado un poco su silla para aparentar un intrépido arrojo—. Matas a cinco, te sirves una copita para celebrarlo y por la mañana tienes el césped lleno de putas toperas nuevas.
—Son más irritantes que mi vejiga —dijo Brint, lo que provocó las risitas generalizadas de los demás.
Glokta se lamió las encías desnudas haciendo un ruidito húmedo.
—Y luego están los Quemadores.
—¡Lunáticos! —exclamó Hoff—. Y esa tal Jueza…
Estremecimientos de disgusto por toda la mesa. Si eran por la idea de que existiera algo como una mujer o por la idea de esa mujer en concreto, costaba saberlo.
—Dicen que encontraron al propietario de una fábrica asesinado en el camino de Keln. —Gorodets dio un tirón particularmente violento a su barba—. Con un panfleto clavado a la cara, nada menos.
Rucksted entrelazó los dedos de sus grandes manos sobre la mesa.
—Y está aquel tipo al que ahogaron con mil copias de la hoja de normas que distribuía entre sus empleados.
—Casi cabría pensar que nuestra forma de abordar el problema ha empeorado la situación —observó Orso. Afloró en su mente un recuerdo de Malmer, con las piernas colgando de la jaula que se mecía al viento—. Quizá podríamos hacer algún gesto de buena voluntad. ¿Un salario mínimo? ¿Mejorar las condiciones laborales? He oído que un incendio reciente en una planta provocó la muerte de quince niños que trabajaban allí y…
—Sería un sinsentido —dijo Bayaz, que ya había devuelto su atención a los jardines— obstruir el libre funcionamiento del mercado.
—El mercado sirve a los intereses de todos —aportó el lord canciller.
—Prosperidad —concurrió el juez supremo—. Inaudita.
—Sin duda, esos niños trabajadores lo aplaudirían —dijo Orso.
—Sin duda —asintió lord Hoff.
—De no haber ardido hasta morir.
—Una escalera no sirve de nada si todos los peldaños están arriba —dijo Bayaz.
Orso abrió la boca para replicar, pero el cónsul general Matstringer se le adelantó.
—Y nos enfrentamos a una verdadera cornucopia de adversarios extranjeros. —El coordinador de la política exterior de la Unión jamás cejaba en su empeño de confundir complejidad con perspicacia—. Quizá los gurkos sigan enredados en sus propios y abrumadores atolladeros, pero…
Bayaz profirió un infrecuente gruñido de satisfacción al oírlo.
—… en nuestra frontera occidental no cesa el ruido de sables de los imperiales, exhortando a la población de Starikland a reafirmarse en su deslealtad, y los estirios se envalentonan en el este.
—Están reforzando su armada. —El lord almirante logró despertar para intervenir con ojos somnolientos—. Barcos nuevos. Armados con cañones. Mientras los nuestros se pudren en sus muelles por falta de inversión.
Bayaz profirió un habitual gruñido de insatisfacción al oírlo.
—Y actúan en la sombra —continuó Matstringer—, sembrando la discordia en Westport, tentando a los regidores a la sedición. ¡Vaya, si hasta han logrado convocar una votación este mismo mes por la que la ciudad podría independizarse de la Unión!
Los ancianos compitieron por dar muestras de la indignación más patriótica. Fue suficiente para que Orso quisiera independizarse también de la Unión.
—Deslealtad —rezongó el juez supremo—. Discordia.
—¡Putos estirios! —rugió Rucksted—. Cómo les gusta actuar en la sombra.
—Nosotros también podemos actuar ahí —intervino Glokta sin levantar la voz, en un tono que erizó el vello de Orso bajo su uniforme lleno de galones—. Tengo a varios de mis mejores efectivos trabajando en estos momentos para asegurar la lealtad de Westport.
—Por lo menos, nuestra frontera septentrional es segura —dijo Orso, desesperado por inyectar una pizca de optimismo.
—Bueno… —El cónsul general aplastó sus esperanzas con un remilgado mohín—. La política del Norte siempre está algo revuelta. El Sabueso empieza a estar entrado en años. Débil. Nadie puede predecir el destino de su Protectorado en caso de que muera. El lord gobernador Brock parece haber forjado un fuerte vínculo con el nuevo rey de los norteños, Stour Ocaso.
—Eso es bueno por fuerza —dijo Orso.
Hubo cruces de miradas dudosas por toda la mesa.
—A menos que su vínculo se haga… demasiado fuerte —murmuró Glokta.
—El joven lord gobernador goza de gran popularidad —convino Gorodets.
—Condenada —picoteó el juez supremo—. Popularidad.
—Es un chaval apuesto —dijo Brint—, y se ha labrado una reputación como guerrero.
—Angland apoyándolo. Stour como aliado. Podría ser una amenaza.
Rucksted alzó mucho sus pobladas cejas.
—¡Y no olvidemos que su abuelo fue un traidor infame de mierda!
—¡No permitiré que se condene a un hombre por los actos de su abuelo! —restalló Orso, cuyos propios abuelos habían tenido reputaciones diversas, por decirlo con suavidad—. ¡Leo dan Brock arriesgó la vida librando un duelo en mi nombre!
—La misión de vuestro Consejo Cerrado —dijo Glokta— es anticipar las amenazas a Su Majestad antes de que se conviertan en amenazas.
—Después podría ser demasiado tarde —aportó Bayaz.
—El pueblo está… perturbado por la muerte de vuestro padre —dijo Gorodets—. Tan joven. Tan inesperada.
—Joven. Inesperada.
—Y vos, majestad, sois…
—¿Despreciado? —aventuró Orso.
Gorodets le dedicó una sonrisa indulgente.
—Inexperto. En tiempos como el presente, la gente anhela estabilidad.
—En efecto. Sin duda sería muy beneficioso si vuestra majestad… —Lord Hoff carraspeó—. ¿Se casara?
Orso cerró los ojos y se los apretó con el índice y el pulgar.
—¿Es necesario?
De lo último que quería hablar era de matrimonio. Aún conservaba la nota de Savine en un cajón de la mesita de noche. Aún leía aquella pequeña línea brutal todas las noches, como quien se rasca una costra: «Mi respuesta debe ser un no. Te pido que no vuelvas a ponerte en contacto conmigo. Nunca».
Hoff carraspeó de nuevo.
—Un rey nuevo se halla siempre en una posición insegura.
—Y un rey sin heredero, el doble —dijo Glokta.
—La ausencia de una línea sucesoria clara transmite una preocupante impresión de transitoriedad —observó Matstringer.
—Quizá con la ayuda de Su Majestad, vuestra madre, podría preparar una lista de candidatas apropiadas, tanto nacionales como extranjeras. —Hoff carraspeó por tercera vez—. Una lista nueva, quiero decir.
—Cómo no —refunfuñó Orso, pronunciando cada palabra con cortante precisión.
—Y luego está Fedor dan Wetterlant —musitó el juez supremo.
La mueca permanente de Glokta se crispó todavía más.
—Confiaba en que pudiéramos resolver este asunto sin molestar a Su Majestad.
—Ya estoy molesto —replicó Orso—. Fedor dan Wetterlant… ¿No jugué a cartas una vez con él?
—Vivía en Adua antes de heredar la hacienda familiar. Su reputación aquí era…
—¿Casi tan mala como la mía?
Orso recordaba a aquel hombre. Cara blanda pero ojos duros. Sonreía demasiado. Igual que lord Hoff, que en ese preciso momento estaba ofreciendo un untuoso ejemplo.
—Iba a decir abominable, majestad. Está acusado de delitos graves.
—Violó a una lavandera —explicó Glokta—, con la ayuda de su jardinero. Cuando el marido de ella exigió justicia, Wetterlant lo asesinó, de nuevo con la ayuda del jardinero. En una taberna. Delante de diecisiete testigos. —La impavidez en la voz rasposa del archilector solo consiguió asquear aún más a Orso—. Luego se tomó una copa. Se la sirvió el jardinero, según tengo entendido.
—Me cago en la leche —susurró Orso.
—De momento son solo acusaciones —dijo Matstringer.
—El propio Wetterlant apenas las refuta —dijo Glokta.
—Su madre sí —observó Gorodets.
Hubo un coro de gemidos.
—Por los Hados, vaya arpía está hecha lady Wetterlant.
—Menuda. Bruja.
—En fin, no soy un gran admirador de los ahorcamientos —dijo Orso—, pero he visto colgar a hombres por mucho menos.
—El jardinero ya fue ajusticiado —informó Glokta.
—Lástima —gruñó Brint con la voz cargada de ironía—, porque parecía un tipo encantador.
—Pero Wetterlant ha pedido la justicia del rey —dijo Bruckel.
—¡Su madre la ha exigido!
—Y dado que tiene un asiento en el Consejo Abierto…
—Aunque su culo no lo haya tocado jamás.
—… tiene derecho a que se lo juzgue ante sus iguales. Con Su Majestad como juez. No podemos negarnos.
—Pero podemos demorarlo —dijo Glokta—. El Consejo Abierto no destacará en muchas cosas, pero demorando son los mejores del mundo.
—Posponer. Aplazar. Diferir. Puedo empaquetarlo. En forma y procedimiento. Hasta que muera en prisión. —Y el juez supremo sonrió como si aquella fuese la solución ideal.
—¿Vamos a negarle una vista? —A Orso lo repugnaba casi tanto esa opción como el delito en sí mismo.
—Por supuesto que no —respondió Bruckel.
—Qué va, qué va —dijo Gorodets—. No estaríamos negándole nada.
—Sencillamente, nunca le concederíamos nada —dijo Glokta.
Rucksted asintió.
—No deberíamos permitir que el puto Fedor dan Wetterlant ni su puta madre pongan una daga al cuello del estado solo porque el hombre no sabe controlarse.
—Por lo menos podría descontrolarse sin la presencia de diecisiete testigos —observó Gorodets, y hubo algunas risitas.
—Entonces, ¿no son la violación ni el asesinato a lo que nos oponemos, sino a que lo pillaran in fraganti? —preguntó Orso.
Hoff miró a los demás consejeros, como preguntándose si alguno discreparía.
—Bueno…
—¿Por qué no dejo que me expongan el caso, lo juzgo según las pruebas y sentencio en un sentido u otro?
La mueca de Glokta se retorció aún más.
—Vuestra majestad no puede juzgar el caso sin que se interprete como que está eligiendo bando. —Los ancianos asintieron, gruñeron, se removieron disgustados en sus sillas incómodas—. Si declaráis inocente a Wetterlant, será nepotismo y favoritismo, y reforzará la posición de traidores como esos Rompedores que pretenden volver al pueblo llano contra vos.
—Pero si declaráis culpable a Wetterlant… —Gorodets se tiró de la barba con gesto miserable y los ancianos siguieron refunfuñando consternados—. Los nobles lo verían como una afrenta, un ataque, una traición. Envalentonaría a quienes se oponen a vos en el Consejo Abierto, en un momento en que intentamos asegurar una transición sin contratiempos.
—A veces —levantó la voz Orso, frotándose las zonas irritadas sobre las sienes— parece que toda decisión que tomo en esta cámara es entre dos resultados igualmente malos, ¡y que la mejor opción es no decidir nada en absoluto!
Hoff volvió a pasear la mirada por la mesa.
—Bueno…
—Siempre es mala idea —dijo el Primero de los Magos— que un rey escoja bando.
Todos asintieron como si acabaran de ser receptores de la revelación más profunda de todos los tiempos. Lo raro fue que no se levantaran para dedicar una ovación cerrada a Bayaz. A Orso no le quedó ni la menor duda de en qué extremo de la mesa residía en verdad el poder en la Cámara Blanca. Recordó la expresión en el rostro de su padre cuando Bayaz hablaba. El miedo. Hizo un intento más de trepar con uñas y dientes hacia lo que alcanzaba a considerar correcto.
—Debería hacerse justicia, ¿me equivoco? Debe verse que se hace justicia. ¡Sin duda! De lo contrario… Bueno… no sería justicia, ¿verdad?
El juez supremo Bruckel enseñó los dientes como si sufriera un dolor físico.
—A este nivel. Majestad. Tales conceptos se hacen… fluidos. La justicia no puede ser rígida como el hierro, sino… más como la gelatina. Debe amoldarse. A asuntos mayores.
—Pero… seguro que en este nivel, el nivel más alto de todos, es donde la justicia debe ser más firme. ¡Tiene que haber unos cimientos morales! No puede ser todo… conveniencia, ¿verdad?
Hoff, exasperado, miró hacia el otro extremo de la mesa.
—Lord Bayaz, quizá podríais…
El Primero de los Magos dio un suspiro de agotamiento mientras se inclinaba sobre la mesa, entrelazaba las manos y contemplaba a Orso con ojos entornados. Fue el suspiro de un maestro de escuela veterano que se veía obligado a explicar otra vez los conceptos básicos a una nueva cosecha de zopencos.
—Majestad, no estamos aquí para resolver todos los males del mundo.
Orso le devolvió la mirada.
—¿Para qué estamos aquí, pues?
Bayaz ni sonrió ni frunció el ceño.
—Para asegurarnos de que nos beneficien.

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