Furias desatadas: primer capítulo

by Windumanoth
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La trilogía de Takeshi Kovacks, publicada por Ediciones Gigamesh, llega a su conclusión con la publicación de su entrega final: Furias desatadas. La saga de ciencia ficción de Richard Morgan se cierra con una obra de corte más político que las anteriores, en la que veremos más atisbos de la forma de pensar de Kovacs.

Tras la publicación de Carbono modificado y Ángeles rotos, esta semana se pone a la venta en español Furias desatadas, cuya sinopsis oficial es la siguiente:

Cuando se desata la violencia, sobran las palabras.

Entre la población del Mundo de Harlan, cansada de los atropellos de las primeras familias, las corporaciones y la yakuza local, se gesta una nueva revolución, alentada por rumores de que la mismísima Quellcrist Falconer ha regresado de la muerte para liderarla. Cuando Takeshi Kovacs vuelve a este escenario como una tormenta digital, tendrá que enfrentarse literalmente a sí mismo y acabará dando rienda suelta a una furia que cambiará para siempre el mundo que conocía.

Furias desatadas es el inquietante desenlace de la trilogía con la que Richard Morgan nos ha enseñado a temer el futuro hipertecnológico que nos espera, extrapolando a partir del neoliberalismo rampante que nos deshumaniza a marchas forzadas en el presente. Y durante ese viaje aterrador expone la única posibilidad que tenemos de enfrentarlo: desatar todas las furias.

Furias desatadas

Furias desatadas se publicará el 23 de marzo, de la mano de Ediciones Gigamesh, en formato tapa dura. Tendrá una extensión de 816 páginas y se podrá comprar por 20 euros. La traducción es de Andrea M. Cusset. Y para los más impacientes por regresar al Mundo de Harlan, aquí os traemos el adelanto exclusivo de su primer capítulo… y estad atentos a nuestra web que habrá más.

FURIAS DESATADAS: PRIMER CAPÍTULO

«Daños»

La herida dolía de cojones, pero las había sufrido más graves. El disparo me atravesó las costillas de rebote, debilitado por la plancha metálica de la puerta que había tenido que llevarse por delante. Los sacerdotes que se agolpaban al otro lado de la puerta cerrada buscaban un tiro rápido en las tripas. Puta noche de aficionados. Debía de haberles dolido casi tanto como a mí a causa del retroceso producido por la plancha. Tras la puerta, yo ya estaba girando para apartarme. La carga residual me atravesó la caja torácica con un tajo largo y superficial que se perdió humeando entre los pliegues de mi abrigo. Noté una gelidez repentina que me descendía por el costado, el súbito hedor de los sensores dérmicos quemados, y ese curioso burbujeo que te da dentera allí donde el disparo había desgarrado el revestimiento de biolubricante de las costillas flotantes.

Dieciocho minutos después, según los números que brillaban tenuemente en la parte superior izquierda de mi campo visual, el burbujeo seguía acompañándome mientras recorría a toda prisa la calle iluminada por las farolas intentando no pensar en la herida. Los fluidos me corrían sin ruido bajo el abrigo. No había mucha sangre. Ventajas de las fundas sintéticas.

—¿Quieres pasar un buen rato, guapo?

—Estoy servido —contesté al tipo, alejándome del portal.

Batió los párpados tatuados con ondas en un gesto desdeñoso que venía a decir «tú te lo pierdes» y reclinó con languidez el cuerpo musculoso de nuevo en la oscuridad. Crucé la calle y doblé la esquina, y tuve que sortear a un par de putas más. Una era una mujer; la otra, de género indeterminado. La mujer era una potenciada y ondeaba la lengua bífida de dragón por entre los labios, demasiado prensiles, tal vez paladeando mi herida en el aire nocturno. Sus ojos ejecutaron una danza similar por mi persona y se apartaron. Al otro lado, el profesional de género ambiguo cambió ligeramente de postura y me dirigió una mirada burlona, aunque no dijo nada. Yo no les interesaba. Las calles, resbaladizas a causa de la lluvia, estaban desiertas, y ellas habían tenido más tiempo para verme venir que el portero de la ciudadela. Aunque me había aseado después de acabar allí, algo en mí debía de pregonar la escasez de oportunidad de negocio.

Las oí hablar de mí en japoscueto. Distinguí la palabra para pelado.

Podían darse el lujo de elegir. A raíz de la Iniciativa Mecsek, el negocio era boyante. Ese invierno Tekitomura estaba a reventar de corredores de material recuperado y de los equipos de descombro que los atraían como la estela de un arrastrero atrae a las resaqueras. «Haciendo de Nueva Hok un lugar seguro para un nuevo siglo», decían los anuncios. Desde la terminal de aerodeslizadores recién construida en el extremo de la ciudad, en Kompcho, había menos de mil kilómetros en línea recta hasta la costa de Nueva Hokkaido, y los deslizadores funcionaban día y noche. Aparte del lanzamiento desde el aire, no hay forma más rápida de cruzar el mar de Andrassy. Y, en el Mundo de Harlan, no viajas por aire si puedes evitarlo. Cualquier equipo que llevara material pesado —y todos lo llevaban— viajaba a Nueva Hok en el aerodeslizador que salía de Tekitomura. Los que sobrevivieran regresarían del mismo modo.

La ciudad estaba en pleno auge, pletórica de esperanzas y de un entusiasmo alborotado, mientras el dinero de Mecsek entraba a raudales. Cojeando, recorrí las calles sembradas de los desperdicios del jolgorio humano. En el bolsillo, las pilas corticales recién extirpadas se entrechocaban como dados.

Había una pelea en el cruce de la calle Pencheva con la avenida Muko. Las casas de pipas de Muko acababan de cerrar, y los clientes, con las sinapsis hechas polvo, se habían topado con los trabajadores portuarios del último turno, que volvían a casa a través del silencio decadente del barrio de almacenes. Razón más que suficiente para la violencia. Una docena de figuras descoordinadas y tambaleantes intercambiaban golpes y manotazos torpes mientras la multitud que se había reunido alrededor las jaleaba. Ya había un cuerpo tirado en el suelo de vidrio fundido, y alguien, también herido, intentaba alejarlo de la reyerta arrastrándolo con dificultad. Unos puños eléctricos sobrecargados soltaron chispas azules, en otra parte la luz destelló en una hoja metálica. Pero los que quedaban en pie parecían estar pasándoselo en grande, y la policía aún no había hecho acto de presencia.

«Sí —dijo una parte de mí con sorna—. Deben de estar todos muy ocupados en la colina.»

Esquivé la acción lo mejor que pude, protegiéndome el lado herido. Debajo del abrigo, mis manos se cerraron en torno a la curva suave de la última granada alucinógena y la empuñadura pegajosa del cuchillo Tebbit.

«Nunca te metas en una pelea si puedes matar rápido y desaparecer».

Virginia Vidaura, instructora del Cuerpo de Emisarios, más tarde profesional del crimen y, a veces, activista política. Una especie de modelo para mí, aunque hacía décadas que no la veía. Se había colado en mi mente como un fantasma en una docena de mundos distintos, y me había salvado la vida otras tantas veces. Pero no los necesité, ni a ella ni el cuchillo. Dejé atrás la pelea sin establecer contacto visual, llegué a la esquina de Pencheva y me fundí con las sombras que llenaban los callejones del lado de mar de la calle. El chip de tiempo que llevaba en el ojo indicaba que llegaba tarde.

«Dale caña, Kovacs.» Según mi contacto de Millsport, en las mejores circunstancias, Plex no era muy de fiar, y yo tampoco le había pagado lo suficiente para que esperara demasiado.

Quinientos metros más y doblé a la izquierda y me adentré en las angostas espirales fractales del sector Belalgodón Kohei, bautizado hacía siglos por el contenido que cabía esperar y por la familia propietaria original, cuyos almacenes flanqueaban el curvo laberinto de callejones. Con la Descolonización y la posterior pérdida de Nueva Hokkaido como mercado, el emporio local de belahierba se había hundido y familias como los Kohei no tardaron en irse a la bancarrota. Las ventanas mugrientas de las plantas superiores se miraban unas a otras con tristeza por encima de los muelles de carga, cuyas persianas habían quedado atascadas en un punto indeterminado entre lo abierto y lo cerrado.

Se hablaba de rehabilitar la zona, por supuesto, de reabrir sectores como aquel y reconvertirlos en laboratorios, centros de instrucción y almacenes de material para los descom. Por lo pronto, solo eran palabras: habían despertado el entusiasmo de los propietarios de los almacenes en primera línea de las rampas de los deslizadores más occidentales, pero de momento no se habían extendido en ninguna dirección más de lo que dejarías alejarse a un cableado con tu teléfono. Allí, tan apartados del puerto y tan al este, el murmullo del negocio de Mecsek apenas llegaba.

Las delicias del efecto goteo.

En una de las ventanas superiores de Belalgodón Kohei Nueve Punto Veintiséis se veía un leve resplandor, y las sombras lar- gas e inquietas que se colaban por debajo de la persiana medio echada del muelle de carga daban al edificio el aire de un maníaco baboso tuerto. Me pegué a la pared y puse los circuitos auditivos de la funda sintética a la máxima potencia, que no era mucha. Las voces se filtraron hasta la calle, fluctuantes como las sombras a mis pies.

—… estoy diciendo, no pienso quedarme esperando para eso.

El acento era de Millsport, el deje metropolitano arrastrado del amánglico del Mundo de Harlan teñido de una nota irritada. La voz de Plex, un murmullo por debajo del umbral de comprensión, puso el contrapunto suave y provinciano. Parecía estar formulando una pregunta.

—¿Cómo coño iba a saberlo yo? Piensa lo que quieras —contestó el interlocutor de Plex, que andaba moviéndose y trajinando trastos. El eco de su voz se perdió en el espacio cavernoso del almacén. Capté las palabras kaikyo y asunto, y una risa entrecortada. La voz volvió a acercarse a la persiana y distinguí—: … importa es lo que crea la familia, y creerán lo que les diga la tecnología. La tecnología deja un rastro, amigo mío. —Una tos áspera y una inhalación que sonaba a consumo de sustancias químicas recreativas—. Este tío llega tarde de cojones.

Fruncí el ceño. Kaikyo tiene un montón de significados, pero todos dependen de la edad del hablante. En términos geográficos, es un estrecho o un canal. Así se usaba en los primeros años de la Colonización y lo siguen usando miembros de las primeras familias con pretensiones, gente hipereducada que garabatea en kanji.

Ese tío no parecía de las primeras familias, pero no había razón por la que no hubiera podido andar por allí cuando Konrad Harlan y sus colegas con contactos convirtieron Resplandor vi en su patio de recreo particular. Aún había almacenadas muchas personalidades digitalizadas de esa época, esperando a que las descargaran en una funda operativa. De todos modos, ya puestos, solo necesitarías media docena de reenfundados para vivir toda la historia de la humanidad en el Mundo de Harlan. Han pasado poco más de cuatro siglos, cálculo terrestre estándar, desde que aterrizaron las barcazas coloniales.

La intuición de emisario se agitó en mi cabeza. Algo no cuadraba. Había conocido a hombres y mujeres con siglos de vida continua a sus espaldas y no hablaban como ese tío. Aquello que se dispersaba en la noche de Tekitomura junto con el humo de pipa no era sabiduría ancestral.

En la calle, recogido por el argot del japoscueto doscientos años más tarde, kaikyo hace referencia a un contacto que mueve mercancías robadas, un gestor de tráfico clandestino. En algunas zonas del archipiélago de Millsport todavía es de uso corriente. En el resto ha empezado a utilizarse para referirse a un honrado asesor financiero.

«Sí, y más al sur significa “hombre santo poseído por los espíritus” o “salida de aguas residuales”. Deja de dártelas de detective. Ya has oído al tipo, llegas tarde.»

Metí la palma de la mano bajo la persiana y tiré hacia arriba. Bloqueé el latigazo de dolor en la herida todo lo que me permitía el sistema nervioso de la funda sintética. La persiana subió con estrépito hasta el techo. La luz inundó la calle y me inundó a mí.

—Buenas noches.

—¡Jesús! —El acento de Millsport retrocedió un paso entero. Estaba apenas a un par de metros de la persiana cuando la subí.

—Tak.

—Hola, Plex. —No aparté la vista del desconocido—. ¿Quién es el moreno?

Para entonces ya lo sabía. Piel clara y un atractivo a medida sacado de alguna experia barata, a medio camino entre Micky Nozawa y Ryu Bartok. Funda de luchador proporcionada, de torso ancho y miembros largos. Pelo recogido hacia arriba, al estilo de las últimas pasarelas de bioware, retorcido y de punta a golpe de estática para que parezca que acaban de sacar la funda del tanque de clones. Traje con una hechura holgada y drapea- da que insinuaba armas ocultas, y una postura que indicaba que no llevaba ninguna que estuviese preparado para disparar. Una guardia de combate que apuntaba más a ladrador que a mordedor. Todavía llevaba la micropipa descargada en el hueco de la mano y tenía las pupilas dilatadas al máximo. Como concesión a una tradición antigua, llevaba unas florituras tatuadas con iluminio en un lado de la frente.

Un aprendiz de yakuza de Millsport. Un matón callejero.

—No me llames moreno —susurró—. Aquí el forastero eres tú, Kovacs. Tú eres el intruso.

Lo dejé en la periferia de mi visión y miré a Plex, que estaba junto a los bancos de trabajo, manipulando una maraña de correas mientras intentaba esbozar una sonrisa que se negaba a fijarse en su rostro de aristócrata licencioso.

—Mira, Tak…

—Esto era una fiesta privada, Plex. No te pedí que subcontrataras entretenimiento.

El yakuza hizo amago de abalanzarse sobre mí, pero se contuvo. De la garganta le brotó un sonido áspero. Plex parecía al borde del síncope.

—Espera, yo… —Dejó las correas con un esfuerzo evidente—. Tak, él está aquí por otra cosa.

—Está aquí ocupando un tiempo que es mío —dije con suavidad.

—Escucha, Kovacs. Puto…

—No. —Me volví hacia él al decirlo, esperando que percibiera la energía de mi tono como lo que era—. Sabes quién soy, así que no te entrometas. He venido a ver a Plex, no a verte a ti. Largo.

No sé qué lo detuvo, si la reputación de los emisarios, las noticias sobre la ciudadela —«porque la has liado tanto que ya estarán por todas partes, joder»— o solo una cabeza más fría de lo que insinuaba su imagen de matón con traje barato. Durante un momento, pareció a punto de dar rienda suelta a su ira, pero enseguida se relajó y, con una sonrisa, concentró toda esa energía en el examen minucioso de las uñas de su mano derecha.

—Claro. Tú a lo tuyo, negocia con Plex. Yo espero fuera. No tardaréis mucho.

Incluso dio el primer paso hacia la calle. Me volví hacia Plex.

—¿De qué coño está hablando?

Plex hizo una mueca.

—Tenemos…, eh…, tenemos que posponerlo, Tak. No podemos…

—Ah, no. —Pero mientras hablaba, vi las marcas circulares que un gravorremolcador había dejado en el polvo del suelo—. No, no, me dijiste…

—Lo sé, Tak, pero…

—Te pagué.

—Te devolveré el dinero…

—No quiero el puto dinero, Plex. —Me quedé mirándolo, reprimiendo el impulso de saltarle a la yugular. Sin Plex no había descarga. Sin descarga ¡Quiero que me devuelvas mi puto cuerpo!

—Tranquilo, tranquilo. Te lo devolveré. Es solo que ahora mismo…

—Es solo que ahora mismo, Kovacs, estamos utilizando el equipo. —El yakuza volvió a aparecer en mi línea de visión, todavía sonriendo—. Porque, la verdad, ya era prácticamente nuestro. Seguro que Plex no te lo había dicho, ¿a que no?

Desplacé la mirada de uno a otro. Plex parecía avergonzado.

«La verdad es que el tipo da pena —me había dicho Isa, mi corredora de contacto de Millsport, de apenas quince años, con el pelo violeta rapado y clavijas de chupadatos de una antigüedad brutal, trabajando con gesto hastiado y reflexivo mientras exponía los detalles y el coste del trato—. Mira la historia, tío. Lo ha jodido a base de bien.»

Era cierto, la historia no parecía haber hecho ningún favor a Plex. Nacido tres siglos antes con el apellido Kohei, había sido un benjamín estúpido y malcriado sin otra necesidad particular que la de ejercitar su evidente inteligencia en alguna actividad de señoritos como la astrofísica o la arqueología. Resultó que la familia Kohei no había legado a las generaciones posdescolonización más que las llaves de diez calles de almacenes vacíos y un encanto aristocrático decadente que, en palabras autocríticas del propio Plex, facilitaban un polvo más de lo que cabría imaginar aun estando pelado. Ciego de pipa, me confió sus miserias cuando no hacía ni tres días que lo conocía. Al parecer necesitaba contárselo a alguien, y a los emisarios se nos da bien escuchar. Escuchas, lo registras como color local, te empapas de ello. Más tarde, recordar los detalles puede salvarte la vida.

Empujados por el miedo a una sola vida sin reenfundado, los empobrecidos antepasados de Plex aprendieron a trabajar para ganarse la vida, pero a la mayoría no se le daba bien. Las deudas se acumularon; aparecieron los buitres. Para cuando llegó Plex, su familia estaba tan hasta el cuello con la yakuza que el crimen era su forma de vida. Probablemente había crecido rodeado de matones trajeados como ese. Probablemente había adquirido esa sonrisa vencida y avergonzada en las rodillas de su padre.

Lo último que Plex quería era incomodar a sus padrinos. Lo último que yo quería era volver a Millsport en aerodeslizador con aquella funda.

—Plex, tengo un pasaje para el Reina Azafrán. Zarpa dentro de cuatro horas. ¿Vas a devolverme el dinero del billete?

—Lo cambiaremos, Tak. —Su tono era suplicante—. Hay otro deslizador para mp mañana por la noche. Tengo cosas, quiero decir que los chicos de Yukio…

—… utilices mi puto nombre, tío —saltó el yakuza.

—Te pasarán al transporte nocturno y no se enterará nadie.

—Volvió la mirada suplicante hacia Yukio—. ¿Verdad? Lo haréis, ¿verdad?

Añadí mi mirada también.

—¿Verdad? Teniendo en cuenta que me estáis jodiendo los planes de salida…

—La salida te la has jodido tú solo, Kovacs. —El yakuza fruncía el ceño y sacudía la cabeza. Jugaba a ser sempai con unos gestos y una solemnidad postizos que seguramente había copiado de su propio sempai no hacía mucho—. ¿Sabes el follón que hay montado ahí fuera ahora mismo para buscarte? La policía ha desplegado brigadas de rastreadores por todo el centro, y me imagino que antes de una hora habrán tomado la terminal de deslizadores. Ha salido a la calle todo el Departamento de Policía de Tekitomura. Por no hablar de nuestros amigos, los guardias de asalto barbudos de la ciudadela. Joder, tío, ¿no podías haber derramado un poquito más de sangre?

—Te he hecho una pregunta, no te he pedido una crítica.

¿Vais a pasarme al embarque siguiente o no?

—Sí, sí. —Hizo un gesto desdeñoso—. Joder, dalo por hecho. Lo que no entiendes, Kovacs, es que algunos tenemos negocios serios que cerrar. Si te plantas aquí y alborotas a las fuerzas del orden con esa violencia sin sentido, es muy posible que se emocionen y trinquen a gente que necesitamos.

—¿Que necesitáis para qué?

—¿A ti qué cojones te importa? —La imitación del sempai patinó y volvió a ser puro Millsport callejero—. Tú solo agacha la puta cabeza durante las próximas cinco o seis horas e intenta no matar a nadie más.

—¿Y luego qué?

—Luego te llamaremos.

—Vas a tener que hacerlo mejor —dije, negando con la cabeza.

—Mejor, dice… —Subió el tono—. ¿Con quién coño crees que estás hablando, Kovacs?

Calculé la distancia, el tiempo que tardaría en alcanzarlo. El dolor que causaría. Le serví las palabras que lo espolearían.

—¿Que con quién estoy hablando? Estoy hablando con un chimpira colocado hasta las cejas, un matón callejero de Millsport al que su sempai ha dejado suelto, y ya aburre, Yukio. Dame el teléfono de una puta vez, quiero hablar con alguien con autoridad.

La rabia estalló. Con los ojos desorbitados, hizo ademán de sacarse lo que fuera que llevaba en el interior de la chaqueta. Demasiado tarde.

Salvé la distancia que nos separaba y desplegué el ataque desde mi lado ileso. Descargué sendos golpes laterales contra la garganta y la rodilla. Cayó al suelo ahogándose. Le cogí el brazo, se lo retorcí y le puse el cuchillo Tebbit en la palma de la mano para que lo viera bien.

—La hoja es de bioware —le dije con severidad—. Fiebre hemorrágica de Adoración. Un corte con esto y se te rompen todos los vasos sanguíneos en menos de tres minutos. ¿Es eso lo que quieres?

Trató de soltarse y de recuperar el aliento. Presioné la hoja del cuchillo contra la palma y el pánico se reflejó en sus ojos.

—No es una forma agradable de morir, Yukio. El teléfono. Se palpó la chaqueta y el teléfono cayó y se deslizó por el permacemento. Me incliné sobre el terminal para asegurarme de que no era un arma, y luego lo empujé con la punta del pie hacia su mano libre. Lo recogió con torpeza; todavía respiraba con roncos jadeos y la garganta se le estaba amoratando.

—Bien. Llama a alguien que pueda hacer algo y pásamelo.

Deslizó el pulgar un par de veces por la pantalla y me tendió el teléfono con la misma expresión suplicante que Plex unos minutos antes. Lo miré fijamente a los ojos, sacándole partido a la infame inmovilidad de los rasgos de la funda sintética barata, y luego le solté el brazo, cogí el teléfono y me aparté. Flex rodó por el suelo para alejarse de mí agarrándose la garganta todavía. Me llevé el teléfono a la oreja.

—¿Quién es? —preguntó una voz masculina, cosmopolita, en japonés.

—Me llamo Kovacs. —Cambié de idioma de manera automática—. Tu chimpira Yukio y yo tenemos un conflicto de intereses que he pensado que quizá quieras resolver.

Un silencio glacial.

—Quiero decir que me gustaría que lo resolvieras en algún momento de esta noche —añadí en tono afable.

Al otro lado de la línea, inspiraron con un silbido.

—Kovacs-san, está cometiendo un error.

—¿De verdad?

—No sería prudente que nos involucrara usted en sus asuntos.

—No soy yo quien anda involucrando a nadie. En este momento, estoy en un almacén, mirando un espacio vacío en el que antes había un equipo que me pertenecía. Sé de buena tinta que el motivo por el que ya no está es que os lo habéis llevado.

Más silencio. Las conversaciones con la yakuza se ven invariablemente interrumpidas por largas pausas, durante las cuales se supone que tienes que reflexionar sobre lo que no se ha dicho.

Yo no estaba de humor para eso. Me dolía la herida.

—Me dicen que terminaréis con lo vuestro dentro de unas seis horas. Puedo soportarlo. Pero quiero tu palabra de que al cabo de ese tiempo el equipo estará de vuelta aquí en perfecto estado, listo para que lo utilice. Quiero tu palabra.

—Hirayasu Yukio es la persona que…

—Yukio es un chimpancé. Seamos sinceros el uno con el otro en esto. Lo único que Yukio tiene que hacer aquí es asegurarse de que no me cargo a nuestro proveedor común de servicios. En lo cual, por cierto, no se está luciendo mucho. Ya venía corto de paciencia cuando he llegado y no espero reponerla en breve. Yukio no me interesa. Quiero tu palabra.

—¿Y si no se la doy?

—Entonces un par de vuestras oficinas van a acabar con el mismo aspecto que el interior de la ciudadela esta noche. Eso puedo prometértelo.

—No negociamos con terroristas —se oyó tras un silencio.

—Oh, por favor. ¿Lo tuyo qué es, dar discursos? Creía que estaba tratando con alguien con poder ejecutivo. ¿Voy a tener que ponerme violento?

Un nuevo tipo de silencio. Por lo visto, al otro lado de la línea, el dueño de la voz acababa de reparar en algo.

—¿Hirayasu Yukio está herido?

—Casi no se le nota. —Le eché una mirada fría al yakuza. Había logrado recuperar el aliento y trataba de incorporarse. Tenía los bordes del tatuaje perlados de sudor—. Pero todo puede cambiar. Está en tus manos.

—Muy bien —dijo, apenas unos segundos antes de que concluyera mi respuesta, una prisa indecorosa para las normas de la yakuza—. Me llamo Tanaseda. Tiene mi palabra, Kovacs-san, de que el equipo que reclama estará de vuelta y a su disposición a la hora que precisa. Además, se le compensará por las molestias.

—Gracias. Eso…

—No he terminado. También le doy mi palabra de que, si comete cualquier acto de violencia contra mi personal, emitiré una orden global de captura y ejecución contra usted. Estoy hablando de una muerte real muy desagradable. ¿Entendido?

—Me parece justo. Pero creo que será mejor que le diga a su chimpancé que se comporte. Tiene delirios de competencia.

—Déjeme hablar con él.

En el suelo, el yakuza se había sentado y resollaba. Le silbé y le tiré el teléfono. Lo atrapó con torpeza con una mano, sin dejar de masajearse la garganta con la otra.

—Tu sempai quiere hablar contigo.

Me echó una mirada llorosa llena de rencor, pero se llevó el teléfono a la oreja. Del aparato brotaron unas pocas sílabas comprimidas en japonés, como si alguien estuviera improvisando música en el chorro de gas de una bombona agujereada. Yukio se enderezó y bajó la cabeza. Contestaba con monosílabos secos. La palabra sonó muchas veces. Una cosa hay que reconocerle a la yakuza: son imbatibles imponiendo disciplina en sus filas.

La conversación unilateral concluyó y Yukio me tendió el teléfono sin mirarme a la cara. Lo cogí.

—Este asunto está resuelto —me dijo Tanaseda al oído—. Por favor, arrégleselas para pasar lo que queda de noche en otra parte. Puede volver dentro de seis horas; el equipo y su compensación estarán esperándolo. No volveremos a hablar. Esta… confusión… ha sido lamentable.

No sonaba tan alterado.

—¿Sabes de algún sitio donde se desayune bien? —pregunté.

Silencio. Estática educada de fondo. Sopesé el teléfono un momento y se lo tiré a Yukio.

—Bueno —miré primero a uno y después a otro—, ¿me recomendáis algún sitio para desayunar?


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