Hace un par de días os adelantábamos en exclusiva el primer capítulo de La sabiduría de las multitudes, la nueva novela de Joe Abercrombie, y hoy os traemos un segundo bocado de lo que nos aguarda a los lectores en el Círculo del mundo.
La sabiduría de las multitudes es sin duda uno de los títulos más esperados por los amantes del fantástico, la esperada conclusión de la trilogía La Era de la Locura de Joe Abercrombie. En ella el autor británico regresa a su despiadada saga de La Primera Ley para llevarnos unos 30 años de la trilogía original, mostrándonos como su mundo se adentra en una primitiva industrialización y se lanza en brazos del capitalismo más despiadado, un entorno perfecto para que sus personajes demuestren que siguen manteniendo sus señas de identidad: cinismo, brutalidad y mucha, mucha mala leche.
Tras la publicación de Un poco de odio (que reseñamos en nuestro número de enero de 2020) y El problema de la paz (reseña en el número de enero de 2021), mañana por fin se pone a la venta en español La sabiduría de las multitudes, obra reseñada en nuestro número del pasado enero, y cuya sinopsis oficial es la siguiente:
Caos. Furia. Destrucción. El Gran Cambio ha llegado… Algunos dicen que, para cambiar el mundo, primero hay que quemarlo. Esta idea se va a poner a prueba en el crisol de la revolución: los Rompedores y los Quemadores se hacen con el poder y el humo de los disturbios ha sustituido al de las fábricas. Todo ha de someterse a la sabiduría de las multitudes.
El ciudadano Brock ha decidido convertirse en un héroe de la nueva era y la ciudadana Savine tiene que reconducir su talento de la búsqueda del beneficio a la mera supervivencia. Orso va a descubrir que, cuando el mundo está bocabajo, nadie está en peor posición que un rey. Y en el sangriento Norte, Rikke y su frágil Protectorado se están quedando sin aliados… mientras Calder el Negro llama a sus fuerzas y trama venganza. El sol de la Unión ha caído al barro y en la sombra, tras las bambalinas, los hilos del despiadado plan del Tejedor se van trenzando poco a poco…
La sabiduría de las multitudes se publica mañana 10 de marzo, de la mano del sello Runas, en formato tapa dura con sobrecubierta. Tiene una extensión de 744 páginas y se podrá comprar por 25,50 euros, y en versión digital por 13,99 euros. La traducción es de Manu Viciano, quien ya se encargó de la misma tarea en las dos entregas anteriores de la trilogía. Y para los más impacientes por regresar a esta era de locura e industrialización feroz, continuamos trayéndoos avances exclusivos. Disfrutad del segundo capítulo… y mañana a las librerías para poder seguir disfrutando de esta Era de la Locura con La sabiduría de las multitudes.
Segundo capítulo: CAMBIO
—Tienes que reconocer que es impresionante —dijo Pike.
—Tengo que reconocerlo —respondió Vick. Y no era nada fácil impresionarla.
El Ejército Popular podía carecer de disciplina, equipamiento y provisiones, pero su tamaño era indiscutible. Se extendía, atestando el camino del fondo del valle y subiendo por las húmedas pendientes a ambos lados, hasta perderse en la lluviosa distancia.
Estaría compuesto de unos diez mil efectivos cuando habían salido de Valbeck. Un par de regimientos de exsoldados habían formado la brillante punta de lanza, que resplandecía con los regalos recién forjados en las fundiciones de Savine dan Brock. Pero el orden tardaba poco en dejar paso a una harapienta confusión. Trabajadores de factorías y fundiciones, tintoreras y lavanderas, zapateros y mayordomos, que danzaban más que marchaban al ritmo de antiguas salomas y tambores hechos a partir de cazuelas. Era como un disturbio más o menos bonachón.
Vick había medio esperado, medio deseado, que sus efectivos fueran menguando a medida que avanzaban trabajosamente por el terreno enfangado en un tiempo que no dejaba de empeorar, pero en vez de eso eran cada vez más. Habían llegado jornaleros, pequeños terratenientes y granjeros empuñando guadañas y horcas, que habían provocado cierta preocupación, y cargados con harina y jamones, que habían provocado cierta celebración. Habían llegado bandas de mendigos y de huérfanos. Habían llegado soldados, desertando de vete a saber qué batallones perdidos. Habían llegado traficantes, putas y demagogos repartiendo cáscaras, polvos y teoría política en tiendas levantadas junto a caminos convertidos a pisotones en ciénagas.
El entusiasmo del ejército también era indiscutible. De noche las hogueras se extendían hasta donde alcanzaba la vista, la gente sacaba mantas perladas de rocío para arrebujarse contra la gelidez otoñal y daba rienda suelta a sus sueños y deseos más anhelados, hablaba con ojos encendidos del cambio. Del Gran Cambio, que por fin había llegado.
Vick no tenía ni idea de lo larga que era ya aquella empapada columna. Ni idea de cuántos Rompedores y Quemadores la componían. Kilómetros y kilómetros de hombres, mujeres y niños casi vadeando por el fango en dirección a Adua. En dirección a un futuro mejor. Vick albergaba sus dudas, por supuesto. Pero ¡cuánta esperanza! Era como una inundación de la muy condenada. Por muy insensible que una fuese, era imposible evitar sentirse conmovida. O quizá lo que pasaba era que Vick no era tan insensible como siempre se había considerado.
Vick había aprendido en los campos de prisioneros que había que estar con los ganadores. Desde entonces había sido su regla de oro. Pero en los campos, y en todos los años transcurridos desde que los abandonara, Vick nunca había dudado de quiénes eran los ganadores. Los hombres que estaban al mando. La Inquisición, el Consejo Cerrado, el archilector. Y allí, contemplando aquella rebelde masa de humanidad empecinada en cambiar el mundo, ya no estaba tan segura de quiénes iban a ser los ganadores. Ni siquiera estaba segura de cuáles eran los bandos. Si Leo dan Brock hubiera derrotado a Orso, quizá habrían coronado a un nuevo rey, quizá habrían aparecido nuevos rostros en el Consejo Cerrado, nuevos culos en las enormes sillas, pero las cosas habrían seguido más o menos igual. Si aquella gente derrotaba a Orso, ¿quién sabía lo que vendría a continuación? Todas las viejas certezas estaban desmoronándose, hasta el punto de que Vick se cuestionaba si alguna vez habían sido verdaderas certezas o solo necias suposiciones.
En Starikland, durante la rebelión, Vick había experimentado un terremoto. El suelo había temblado, los libros habían caído de sus estantes, una chimenea se había desplomado a la calle. Durante un tiempo breve pero suficiente, había sentido el terror de saber que todo aquello con cuya solidez contaba podía acabar destruido en un momento.
Tenía la misma sensación en esos momentos, solo que sabía que el terremoto no había hecho más que empezar. ¿Cuánto tiempo estaría temblando el mundo? ¿Qué seguiría en pie cuando dejara de hacerlo?
—No puedo evitar fijarme en que sigues con nosotros, hermana Victarine. —Pike chasqueó la lengua y llevó a su montura cuesta abajo, hacia la cabecera de la desaliñada columna.
Vick tuvo un fuerte instinto de no seguirlo. Pero lo hizo.
—Sigo con vosotros.
—¿Te has convertido a nuestra causa, entonces?
Había una parte esperanzada de ella que quería creer que aquello podía ser el sueño de un mundo mejor que había tenido Sibalt hecho realidad, y anhelaba verlo suceder. Había una parte nerviosa de ella que olía llegar la sangre y quería largarse esa misma noche y huir hacia las Tierras Lejanas. Había una parte calculadora que pensaba que la única manera de controlar un caballo desbocado era desde la silla, y que el riesgo de sostener las riendas podía ser inferior al riesgo de soltarlas.
Miró de soslayo a Pike. Lo cierto era que Vick aún intentaba averiguar cuál era en realidad la causa por la que luchaban. Lo cierto era que, a su juicio, cada uno de aquellos puntitos del Ejército Popular tenía una causa distinta. Pero no era el momento de decir la verdad. ¿Cuándo lo era?
—Sería una estupidez decir que esto no me convence en absoluto.
—Y si dijeras que estás convencida del todo, sería una estupidez creerte.
—Dado que ninguno de nosotros es estúpido… dejémoslo en que quizá.
—Ah, estúpidos somos todos. Pero me encanta un buen «quizá». —Pike no daba muestras de estar encantado, ni de ninguna otra cosa—. Los extremos absolutos nunca son de fiar.
Vick dudaba mucho que los dos líderes del Gran Cambio que cabalgaban hacia ellos por la ladera cubierta de hierba coincidieran con esa afirmación.
—¡Hermano Pike! —llamó Risinau, moviendo alegre una mano rolliza—. ¡Hermana Victarine!
Risinau tenía preocupada a Vick. El antaño superior de Valbeck estaba considerado un gran pensador, pero en opinión de Vick era la idea de genio que tendría un idiota, sus ideas eran un laberinto sin nada en el centro, ponderosas sobre la sociedad justa a la que se debía llegar pero livianas como el aire sobre la ruta que tomar para alcanzarla. Los bolsillos de su chaqueta rebosaban de papeles. Teorías garabateadas, manifiestos, proclamas. Discursos que soltaba con voz quejumbrosa a la ansiosa muchedumbre cada vez que el Ejército Popular hacía un alto en el camino. A Vick no le gustaba nada la forma en que la multitud respondía a sus floridas apelaciones a la razón con armas agitadas en el aire y aullidos de aprobadora furia. Nunca había visto a nadie hacer más daño que a quienes actuaban movidos por nobles principios.
Pero la Jueza era con mucha diferencia quien más preocupaba a Vick. Llevaba un viejo y herrumbroso peto de coraza contra el que traqueteaban unas cadenas robadas, sobre un vestido de noche con incrustaciones de cristal roto, pero montaba a horcajadas y no a sentadillas, por lo que tenía el embrollo de andrajosas enaguas amontonado en torno a los muslos y los embarrados pies descalzos metidos en maltrechos estribos de caballería. Su cara parecía un saco de puñales, la delgada mandíbula apretada con furia, los ojos negros entornados de ira, su cresta de pelo en general llameante apagada a un soso marrón por la lluvia y cayendo pegada a un lado del cráneo. A ella los principios solo le interesaban como excusa para sembrar el caos. Cuando sus Quemadores se apoderaron del juzgado de Valbeck, el jurado no había declarado inocente a nadie y la única condena que había dictado era la muerte.
Si Risinau tenía la mirada siempre vuelta hacia arriba, impasible a los escombros entre los que avanzaba, la Jueza miraba furiosa hacia abajo, tratando de pisotear todo lo que encontrara. ¿Y Pike? La máscara quemada que tenía por cara el exarchilector no daba ninguna pista sobre él. No había manera de saber qué pretendía el hermano Pike.
Vick señaló con el mentón hacia la mugrienta Adua, cuya mortaja de humo se aproximaba poco a poco sin remedio.
—¿Qué ocurrirá cuando lleguemos?
—El cambio —dijo Risinau, inflado como un gallo—. El Gran Cambio.
—¿De qué a qué?
—No gozo de la bendición del ojo largo, hermana Victarine. —La idea hizo que Risinau soltara una risita—. Viendo solo la crisálida, es difícil saber qué clase de mariposa eclosionará al alba. Pero tendrá lugar el cambio. —Meneó un grueso dedo hacia ella—. ¡Eso te lo garantizo! ¡Una nueva Unión, cimentada en ideales elevados!
—El mundo no necesita cambiar —gruñó la Jueza, con los ojos negros fijos en la capital—. Necesita arder.
Vick no habría confiado en ninguno de ellos para que pastorease cerdos, así que no digamos para pastorear los sueños de millones de personas hacia un nuevo futuro. Mantuvo el rostro inexpresivo, claro, pero Pike debió de intuir sus sentimientos.
—Pareces albergar dudas.
—Nunca he visto que el mundo cambie deprisa —dijo Vick—. Eso si es que lo he visto cambiar en absoluto.
—Empiezo a creer que a Sibalt le gustabas tanto porque eras lo opuesto a él. —Risinau le puso una mano dicharachera en el hombro—. ¡Qué cínica eres, hermana!
Vick se zafó de él.
—Creo que me lo he ganado.
—Tras una infancia robada en los campos de prisioneros —dijo Pike—, y tras toda una carrera de hacer amigos a los que traicionar para el archilector Glokta, ¿cómo iba a ser de otro modo? Sin embargo, se puede ser demasiado cínica. Ya lo verás.
Vick debía reconocer que había esperado que el Gran Cambio se viniera abajo hacía mucho tiempo. Que la Jueza y Risinau pasaran de reñir a hacerse pedazos mutuamente, que la frágil coalición de Rompedores y Quemadores, de moderados y extremistas, se triturara en facciones, que la determinación del Ejército Popular se disolviera bajo la lluvia. O bien, ya puestos, que la caballería del lord mariscal Rucksted apareciera en la cima de todas las colinas que tenía a la vista e hiciera pedazos a la desharrapada muchedumbre.
Pero Risinau y la Jueza seguían tolerándose mutuamente y la Guardia Real no hizo acto de presencia. Ni siquiera cuando la lluvia amainó y la columna entró en el mal trazado, mal desaguado y maloliente laberinto de casuchas construidas fuera de los muros de la capital, con el agua cayendo de los canalones rotos a las embarradas calles. Quizá las fuerzas de Orso hubieran quedado diezmadas combatiendo a Leo dan Brock. Quizá tuviesen otros levantamientos de los que ocuparse. Quizá aquellos tiempos extraños hubieran tirado de su lealtad en tantas direcciones distintas que ya no supieran contra quién debían luchar. Vick pensó que comprendía cómo debían de sentirse mientras asomaba el sol y entreveía su primer atisbo de los portones de Adua.
Por un momento se preguntó si Sebo estaría en la ciudad. Se preocupó por si corría peligro. Pero entonces se dio cuenta de lo absurdo que era preocuparse por una persona en medio de todo aquello. ¿Qué podía hacer por él, de todas formas? ¿Qué podía hacer nadie por nadie?
Risinau observó nervioso las empapadas almenas.
—Tal vez sería buena idea aproximarnos con cautela. Montar el cañón y…
La Jueza dio un bufido despectivo, clavó los talones descalzos en los flancos de su montura y cabalgó hacia delante.
—No se puede criticar su valentía —comentó Pike.
—Solo su cordura.
Vick esperaba que la recibiera una andanada de flechas, pero no llegó. La Jueza siguió al trote hacia la muralla, con el mentón alzado desdeñoso, en un silencio espeluznante.
—¡Eh, los de dentro! —gritó, tirando de las riendas al llegar al portón—. ¡Soldados de la Unión! ¡Hombres de Adua! —Se alzó en los estribos y señaló en dirección a la horda que llegaba por el fangoso camino hacia la capital—. ¡Este es el Ejército Popular, que llega para liberar al pueblo! ¡De vosotros solo nos interesa saber una cosa! —Levantó hacia el cielo un dedo como una garra—. ¿Estáis con el pueblo… o contra el pueblo?
Su caballo reculó y la Jueza dio un tirón a las riendas para obligarlo a regresar dando la vuelta, con el dedo aún extendido, mientras el fragor de miles y miles de pisadas se hacía cada vez más estruendoso.
Vick se encogió al oír un repiqueteo tras las puertas, y entonces se vio una rendija de luz entre las dos hojas y, con el chirriar de unos goznes mal engrasados, se abrieron poco a poco.
Un soldado se asomó por el parapeto, con una sonrisa enloquecida en la cara y saludando con el sombrero en la mano.
—¡Estamos con el pueblo! —bramó—. ¡Con el Gran Cambio!
La Jueza echó la cabeza hacia atrás, apartó su caballo del camino y, con un impaciente movimiento del brazo, indicó al Ejército Popular que avanzara.
—¡A la mierda el rey! —chilló el solitario soldado, provocando risotadas en los Rompedores que llegaban, y acto seguido se jugó la vida trepando por el palo para arrancar el estandarte que ondeaba sobre la garita.
La insignia del gran rey, que había coronado durante siglos las murallas de Adua. El sol dorado de la Unión, entregado a Harod el Grande como su distintivo por el mismísimo Bayaz. La bandera ante la que la gente se había arrodillado, a la que había rezado, a la que había jurado lealtad… cayó aleteando hasta yacer en el encharcado camino que llevaba al portón.
—El mundo puede cambiar, hermana Victarine. —Pike enarcó una ceja sin pelo mirando a Vick—. Ahora lo verás.
Chasqueó la lengua y siguió cabalgando hacia las puertas abiertas.
Y así fue como, con un simbolismo que rayaba en lo hiperbólico, el Ejército Popular marchó al interior de Adua, pisoteando la bandera del pasado en el barro.
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