Mañana llega a las librerías la nueva novela de Catriona Ward. El sello fantástico Runas nos trae este jueves 26 en español La pequeña Eve, una historia de horror gótico y misterio que nos traslada hasta una pequeña y extraña comunidad en un lugar remoto de Escocia a principios del siglo XX. La autora norteamericana que nos atrapó en sus redes narrativas con el adictivo thriller de misterio La casa al final de Needless Street regresa ahora en nuestro idioma con la obra con la que ganó el Premio Shirley Jackson en 2018 y el premio August Derleth a la mejor novela de horror de los British Fantasy Awards en 2019. La novela se publica en el sello Runas con la traducción de Cristina Macía, en formato tapa blanda con solapas y con una extensión de 272 páginas. Se podrá comprar en librerías desde este jueves por 21,95 euros y en formato digital por 11,53 euros.
Hace unos días ya os traíamos el primer capítulo de La pequeña Eve, y hoy podéis leer en exclusiva el adelanto de parte de su25 segundo capítulo. Es un capítulo muy extenso, así que os extractamos una parte del mismo que sigue ahondando en el misterio de la extraña comunidad de la isla de Altnaharra. A continuación tenéis la sinopsis oficial de la novela de Catriona Ward y podéis el adelanto de este segundo capítulo.
LA PEQUEÑA EVE: SINOPSIS
«¿Dónde está Evelyn? Ah, ya me acuerdo. Nos quitó los ojos.»
Día de año nuevo, 1921. Siete cuerpos mutilados aparecen en un antiguo círculo de piedras en Altnaharra, una remota isla escocesa. Son «los Niños», miembros de un culto gobernado por una sádica figura a quien llaman «el tío». La única superviviente, Dinah, afirma que los ha asesinado Eve, que se habría ahogado al intentar escapar. Sin embargo, a medida que nos adentramos en la historia de Eve y Dinah hasta la masacre, va surgiendo una verdad más oscura y extraña.
La isla es todo lo que los Niños conocen, el tío no permite ningún contacto con el mundo exterior. Pero el mundo está en guerra y alcanza incluso a la solitaria comunidad de Altnaharra.
CAPÍTULO DOS
Evelyn
1917
La puerta se cierra a mi espalda con una nota larga, aguda. Hago una mueca de grito silencioso. Dinah se habrá despertado. Pero sigue durmiendo, con el pelo revuelto sobre los labios entreabiertos, los brazos extendidos como si cayera desde una gran altura.
La miro. Es blanca, con la carne derramada sobre los huesos delicados, como cera, pestañas como las largas sombras de arbolillos al anochecer. Tiene las sienes húmedas y el pelo como un montón de monedas bruñidas derramadas sobre la cama. Este verano se ha vuelto todo ojos y labios, y a veces me pregunto: «¿Quién es esa mujer?». Como si dentro de ella siempre hubiera vivido una desconocida y ahora estuviera saliendo a la luz.
La noche agoniza al otro lado de la ventana abierta. El aire oscuro lleva dentro la promesa de luz. Es ese momento de pausa densa antes del amanecer. Abajo, la niebla pende sobre el mar. Es Su aliento sobre las aguas. Bajo las olas, Su cuerpo lento y pesado se enrosca para avanzar por las profundidades.
—No vengas hoy a por Dinah —rezo—. No quiere.
Dinah gime en sueños. Duerme muy profundo y le cuesta despertar. Cruza la frontera muy despacio.
Si la dejo, Dinah seguirá durmiendo hasta que venga el tío. Se despertará aturdida, y él se mostrará decepcionado. Yo seré rápida y aguda como un cuchillo. El tío me pondrá la mano sobre la cabeza y su calor me recorrerá entera. ¡Eve está despierta temprano! El tío verá por fin que soy su favorita.
Suspiro. Le doy un pellizco en la piel blanca de la cara interior del muslo.
—Despierta, babosa.
Dinah me agarra el brazo con fuerza sorprendente; me clava cinco uñas.
—Eve. —Tiene la voz espesa, lejana—. Éramos conejos blancos. Estábamos encerradas. No podíamos salir. El humarajo estaba con nosotras y tenía los dientes blancos. No sabíamos cuándo nos iba a atacar.
El humarajo es el monstruo de Dinah. Lleva con ella desde que su mente empezó a fabricar sueños.
—Ya es hora, Dinah.
Se incorpora cansina, de regreso, y luego gruñe y se levanta, los pies descalzos sobre las baldosas heladas. La cerilla chisporrotea entre sus dedos; la vela caldea la oscuridad.
Dinah contempla su reflejo en el cuadradito de cristal quebrado de la pared como quien presencia un misterio. Ha empezado a sospechar que es hermosa, pero aún no está segura. Se toca con la lengua el labio superior magullado y hace una mueca de dolor.
—¿Crees que se me habrá quitado para cuando empiece la escuela? Espero que sí.
Cuando Dinah tiene miedo va tan despacio que casi se detiene, centra la atención, se enfoca por completo.
La miro mientras se separa la melena rojiza en cascadas y se la trenza. Cuando termina es como si llevara una diadema. Nora ha enseñado a Dinah a peinarse. Mis dedos se niegan a aprender. O puede que sea que Nora no me enseña. No nos caemos bien.
—Ven aquí, babosa —dice Dinah.
Tiene dedos rápidos y ágiles que me atan el pelo contra el cráneo. Es su manera de darme las gracias. Podría haberla dejado dormir.
Se saca el cuchillo de la manga y se corta un hilo suelto de la falda. Ata la punta de la trenza.
—¿A dónde has ido esta noche?
—He estado durmiendo a tu lado —le digo.
—No —responde—. Fuiste a alguna parte y luego volviste. La puerta hace un ruido que parece un cordero enfermo.
—¡Qué sueños tienes, Dinah!
Me mira con los ojos oscuros muy abiertos.
—Ojalá acabara ya la prueba.
El tío está en la puerta. Su monóculo centellea a la luz de la vela. El tío es menudo, tímido. Camina envuelto en una nube de retraimiento. Tiene los ojos muy jóvenes; la barba castaña y el bigote le salen de la cara como matorrales y casi ocultan las cicatrices de debajo, como piedras de río bajo el agua corriente. Como siempre, cuando aparece el mundo se reajusta, cobra color y detalle.
—Dinah, despierta temprano. Y preparada.
Su aprobación es como una caricia. La veo pasar hacia ella y caldearle las mejillas, dibujarle una sonrisa en los labios. Parece estúpida. El ansia me deja un sabor amargo en la garganta.
—Y Eve, también despierta. —El tío abre los brazos.
Las dos corremos hacia él. Es como si nos estrechara un tigre cariñoso, nos acariciara con el hocico.
—Venga, deprisa —dice el tío—. Ya está aquí el amanecer —canturrea.
Los peldaños de la torreta están desgastados por siglos de pies; las antiguas troneras son ojos de serpiente enmarcados en musgo y helechos. El patio en ruinas está rodeado de almenas inclinadas, como devorado por gigantes. Arriba, el cielo es acerado y lo puebla el canto de las aves. Los conejillos negros corretean por la hierba rala y muestran las patas blancas.
Nos agachamos para pasar bajo el rastrillo oxidado y salir de la protección de los brazos decrépitos del castillo. El viento nos golpea. Es una constante en Altnaharra. El gemido, el ataque constante en los oídos. Ante nosotros, las piedras se alzan negras contra el mar que empieza a iluminarse. Unas son altas, con muescas; otras, anchas y planas, pulidas por el tiempo. Están inclinadas en ángulos dispares. Al acercarnos, cada piedra tira de mí. Pequeños ramalazos de poder. Ben el Frío está inclinado hacia el este. No es la piedra más grande, pero sí la más poderosa. Su voluntad se palpa en el aire.
Vamos cada uno a nuestro sitio, ordenados por edad. Dinah está junto a Abel, que está cerca de los quince ciclos, pero soy casi tan alta como él y no le gusta nada. Tiene la cara muy pálida bajo la mata de pelo rubio, casi blanco. Abel es esquivo. Mira hacia delante, pero su mano acaricia la de Dinah, meñique contra meñique. Ella se estremece de gratitud.
Ocupo mi lugar al otro lado de Abel. Elizabeth, la bebé, va de la mano de Alice. Lleva una cuchara de madera en brazos y la mece como si fuera un animalito suave. La luz tenue transforma su pelo en una aureola. Elizabeth ha visto ya once ciclos de las estaciones, pero siempre será nuestra bebé. No habla. Dejó de hablar hace dos ciclos, de repente, sin más.
Nora y Alice están vestidas de color blanco crema de la cabeza a los pies. Bajo el pico de la capucha las dos tienen el rostro oculto, hermoso. El blanco las asemeja a dos pájaros enormes que comen tranquilos entre los humanos. Todas las chicas vestiremos el blanco algún día.
El aire está pleno, a la espera de color.
El tío le da a Alice miel con las manos. Le saca una perla de sangre del pulgar. Se nos va acercando a todos con la miel y el cuchillo. Sostenemos entre los dedos los glóbulos rojos, temblorosos. La dulce embriaguez de la sangre me recorre.
Un dedo de fuego recorre la bahía y el aire cobra vida. Las siluetas de las piedras se recortan contra el cielo en llamas. El mar es una llanura de cristales rotos.
Dejamos que la sangre caiga a la tierra.
El tío llama a Dinah al centro de las piedras. Ella se adelanta aturdida, estúpida. Tiene los labios entreabiertos, bebe sorbos de aire.
El tío abre la cesta de mimbre que tiene a los pies y la inclina con suavidad. Hércules sale de ella; las ondas plateadas fluyen como un río cuando se mueve. El tío lo coge con las manos. Me fijo dónde pone el pulgar, tras la mandíbula de Hércules.
Hércules se retuerce y luego se queda inmóvil. El tío lo alza, una ofrenda al cielo.
—Cógelo —dice.
Dinah respira hondo. Tiene el rostro congelado. Adelanta las manos temblorosas hacia Hércules. Lo coge por la cola, por el cuello. Mueve los labios. Mira a la serpiente. Trata de entrar en su interior.
Hércules se retuerce y muestra el vientre blanco. Su cabeza es una mancha borrosa. Se oye un sonido como el de una rama verde al quebrarse. Dinah lanza un grito.
El tío chasquea los labios y vuelve a coger a Hércules con delicadeza para meterlo en la cesta.
—Se acabó —dice—. No ha permitido que Dinah vea por sus ojos.
Altnaharra se vuelve real a nuestro alrededor. El canto de los pájaros y el viento. Dinah está empezando a sudar. Se sujeta el brazo con una mueca. Dos puntos brillantes. En torno a ellos, la carne se hincha ante mis ojos.
El tío coge la cesta de Hércules y empieza a subir hacia el castillo.
—Vamos —dice a Nora y a Alice—. Se nos escapa el día.
Se apresuran tras él con un revoloteo de faldas, llevando a Elizabeth una por cada mano.
Dinah se sienta en las piedras haciendo un ruido agudo como una aguja. Le tiemblan los hombros. Me dirijo hacia ella, pero Abel me aparta a un lado. Rodea a Dinah con los brazos flacos y le susurra algo con esa voz que solo utilizan cuando hablan entre ellos.
—¡No llores, Dinah! —le digo.
—Lárgate, Eve —me dice Abel, chillón.
Acaricia la mejilla de Dinah, brillante de lágrimas. Ella no me mira.
Se me cierra la garganta con un nudo espeso, caliente. Dinah es el punto fijo. Cobro forma en torno a ella. Cuando no me ve, me desvanezco por los bordes y no sé qué hacer.
***
A la luz gris de la cocina, el tío me pone una mano en la cabeza.
—No estés triste por Dinah —me dice—. Eso es ya pasado.
Alice se ríe de algo que le ha dicho Nora entre dientes con su voz profunda. Son vocales extrañas que vienen de lejos. Tienen las mejillas sonrojadas. Cuando el tío las mira se ponen serias, la luz les parpadea en los ojos oscuros. Él les dedica una sonrisa. En los últimos meses, Nora ha engordado mucho. El estómago le sobresale como una roca. A veces se lo sujeta como si le gustara o como si le doliera. El mar ha venido a Nora y le ha puesto dentro un bebé.
Bajamos la vista y nos cogemos de la mano.
—A Él damos las gracias —dice el tío—. Que pronto se enrosque en torno al mundo.
Nora sirve gachas y miel. Cinco bocados. Comemos como las serpientes, poco y rara vez. El hambre nos acerca a Él.
Cuando el tío se acaba las gachas, Nora le trae panceta y champiñones. Su aroma impregna el aire, denso y salado, y se me hace la boca agua. Me pregunto si la carne sabe como huele, a consuelo y dolor a la vez.
Alice y Nora están hablando del circo. Han oído hablar de él en el mercado. El circo de Orde llega a Loyal algunos años, de paso hacia el sur, hacia Inglaterra. Acampan al pie de Ardentinny.
—Un quiromántico —dice Nora—. ¡Una mujer barbuda! ¡Una adivina!
—¿Qué es una adivina? —pregunto. Me gusta la palabra—. Adivina, adivina, adivina.
—Para ya —me dice Nora—. Es una persona impura que finge tener el poder del ojo y lo vende por dinero.
—Eres muy joven y no recuerdas la última vez que pasaron por Loyal —dice Alice—. Tienen elefantes, pobrecitos, y les ponen abrigos como a esos perritos bobos de las viejas de Edimburgo…
Nora le lanza una mirada de advertencia y Alice se pone roja y se tapa la mano con la boca.
—Perdóname —dice al tío.
—¿Cómo son de grandes los elefantes, tío? —me apresuro a preguntar—. ¿Son así de grandes? —Abro los brazos para hacerlo reír.
—Mucho más grandes —responde con una sonrisa—. Venga, a vuestras tareas.
Por supuesto, yo ya sé que el Loxodonta africana tiene una alzada de cinco metros, y el Elephas maximux, de tres metros.
Hoy toca alimentar a Hércules. Hércules es labor para el tío, igual que los pollos lo son para mí, las ovejas para Abel, y Almiar, el poni, para Dinah, igual que Alice nos cura cuando nos caemos y Nora se encarga de las abejas. El tanque de Hércules está junto a la cocina. Cuando hace calor, el tío lo lleva al sol durante el día.
El tío tiene en la mano una rana grande, brillante. Se le mueve la garganta. La deja caer en el tanque de Hércules y cierra la tapa.
La rana mira a su alrededor y da un salto con sus patas fuertes. Hércules se desenrosca, se proyecta hacia delante. Atrapa a la rana en el aire entre sus mandíbulas. La rana sigue pateando. Hércules se disloca la mandíbula inferior y engulle a la rana. Me mira con los ojos rojos.
«Cuando llegue mi día, estaré preparada», le prometo en silencio.
***
Tras dar de comer a los pollos y recoger los huevos, voy a la costa oeste. La marea se ha retirado y el agua refulge en los charcos, entre las rocas. No me cuesta nada encontrarlo, como si acudiera a mi llamada. Su caparazón redondeado es de un delicado naranja y rosa con toques de verde y azul. Los colores de la carne magullada. Lo levanto con cuidado. Mueve en el aire las diez patas blindadas. Decimos que es un cangrejo de mar, pero tiene un nombre secreto.
Subo con él a mi escondite, sobre el mar. Está rodeado de rocas y cubierto de líquenes, excrementos de gaviotas y algas arrancadas que las tormentas han depositado allí. Hay un intenso olor a pescado muerto. Es terreno de caza para muchos cangrejos de arena. Aquí no viene nunca nadie, solo yo.
Saco de debajo de una roca un paquete envuelto en hule marrón. Es pesado y casi no puedo levantarlo. Acaricio el cuero agrietado. Clases del reino animal y el reino de las plantas, dice el título en letras de oro difuminadas, grabadas en la piel del libro.
Los nombres crean formas maravillosas en la boca. Los animales marinos se convierten en Brachiopoda, Crustacea, Chordata, Loricifera. El reino animal habla de cosas que conozco: focas y caracoles, gusanos y ovejas, todo lo que habita bajo el techo cristalino del océano. Habla también de criaturas que no conozco, forjadas por el calor, la arena y el aire.
Paso páginas hasta encontrarlo. Ahí está. Carcinus maenas. Formo las palabras con los labios.
Encontré el libro en un cofre, en una habitación donde antes había libros. Ahora guardamos allí las redes de pesca. El tío dice que ya no nos hacen falta libros. La verdad y el conocimiento están en el océano. Pero ¿no se puede encontrar la verdad en dos lugares diferentes a la vez?
El libro no es como la escuela, que me hace sentir fría y sola. Esa casita blanca de Loyal donde escuchamos las lecciones del señor MacRaith. El tío dice que tenemos que ir, que tenemos que hacer lo mínimo para que parezca que somos como los otros. Los días de escuela somos huérfanos, niños abandonados que el tío ha acogido. Detesto esa mentira. Me quema en la boca. Es como esconder una luz inmensa bajo arpillera.
Suelto al cangrejo, que se aleja hacia el borde del acantilado.
—Carcinus maenas —digo en voz baja.
Se detiene un instante, atrapado por el poder de su nombre.
***
Nora apaga nuestra vela y se aleja por el pasillo. La oigo gemir. No me extraña, está tan gorda…
—Eve —dice Dinah a mi lado.
—Ya voy. —Me bajo de la cama, voy hasta la ventana y la dejo entreabierta. El viento silba, mete en el cuarto un dedo helado. Luego abro la puerta una rendija y pongo un taburete para que no se cierre—. ¿Mejor?
—Sí —dice Dinah, y el alivio le recorre la voz como una vena.
Hace frío. En invierno nos despertamos con hielo en los labios. Pero la ventana tiene que quedar abierta. Dinah no soporta estar encerrada. Me meto tiritando en la cama y la abrazo fuerte mientras se duerme. Enseguida es como tener contra mí un cadáver cálido.
La suelto muy despacio, salgo de la cama y bajo a oscuras por el castillo hasta donde duerme Hércules en su cárcel de cristal.
Alguien tiene que ser la Víbora cuando falte el tío, alguien nos tiene que cuidar. Dinah no quiere. Abel tiene corrientes muy hondas en su interior. Ama y odia demasiado, así que no puede ser él. Elizabeth… algo roto dentro de ella, no solo la voz. Tengo que ser yo. Lo supe en cuanto el tío empezó la prueba.
¿Cuántas veces lo hemos intentado? Puede que cien, o hasta más. Nunca hemos conseguido ver a través de sus ojos. Nos ha mordido siempre.
Hércules es parte de Él, que vendrá del océano. Pero también es una serpiente, Vipera berus, una víbora común europea. Yo conozco sus dos naturalezas.
El tío siempre sujeta a Hércules de la misma manera. Sostiene su cuerpo a dos tercios de su longitud. Así consigue que Hércules se sienta seguro. No se mece. Con la otra mano, el tío lo agarra con delicadeza por detrás de la cabeza, de modo que no puede darse la vuelta y morder. Tiene la cabeza inmóvil, y por eso no ataca. Su cuerpo está en calma, así que él está en calma. Y conoce el olor del tío. Por eso no lo muerde.
Las paredes del tanque de cristal brillan a la escasa luz. ¿Hércules está despierto o dormido? Nunca cierra los ojos rojos.
Me saco el cuchillo de la manga. No lo veo en el interior oscuro, pero algo se mueve; es un susurro largo, seco. Parece emanar una sensación. Puede que sea curiosidad.
Me pincho el dedo con el cuchillo, cuesta parar y que sean solo unas gotas. Me llega la sensación agradable, mezclada con incomodidad. Solo la Víbora puede derramar sangre en la isla. Me recuerdo que no es un derramamiento de sangre real. Abel se hace arañazos al trepar por las rocas. El año pasado yo me hice un corte en la mano con el cuchillo. Dinah, Alice y Nora sangran cuando les llegan los días y están siempre enfadadas. Esto no es diferente.
Corro la tapa del tanque. Me imagino a Hércules, abajo, a la espera, la lengua negra como un relámpago en la oscuridad. Me saborea en el aire. Dejo caer la sangre del dedo.
Choca contra el cristal como un puño cuando ataca. Corro de golpe la cubierta para tapar el tanque. Se lanza de nuevo hacia arriba. La cabeza choca contra el cristal.
Llevo treinta y dos noches seguidas saliendo de la cama para hacer lo mismo. Hércules no da señal de estar acostumbrándose a mí.
No vuelvo directa a la cama. Tardo un rato en dejar de temblar.
***
Alice y Nora van a salir en una misión. Nos reunimos ante el paso de piedras para despedirlas. Se han quitado la ropa blanca. Llevan vestidos corrientes y delantales de arpillera. Parecen esposas de pescadores. Almiar, el poni, mordisquea la manga de Nora con los ojos misteriosamente ocultos tras el mechón de crines negras y pardas. Nora lo aparta de un empujón y se acaricia el vientre hinchado. El tío las abraza. Él nunca sale de la isla.
—¡Volved antes del anochecer! —dice.
Alice y Nora asienten. No hacía falta que se lo dijera.
El mundo cambia de noche. La oscuridad la pueblan cosas malas de los orígenes de la tierra. Tenemos que estar en la isla, a salvo, para cuando el sol se hunde en el mar.
La marea se ha retirado y el sendero de piedra llega hasta la orilla. Alice va a pie, junto a Almiar, tirando del carrito. Nora va montada sobre un barril de pescado en salazón. Hay jarras de leche de oveja, quesos amarillos envueltos en tela, cestos de turbera e hileras de conservas de verano, todo para venderlo en la plaza de Tongue, porque es día de mercado. Se me hace la boca agua con solo verlo. A veces resulta muy duro que casi todos los alimentos que hacemos en Altnaharra sean para el mercado. Pero así son las cosas. Seguimos a Alice y a Nora con la mirada hasta que se pierden en el horizonte.
—A vuestras tareas —dice el tío.
Dinah está pálida. A mí se me retuercen las tripas. Llevamos dos días y una noche de ayuno. Tenemos que estar purificados para mañana. Menos mal que tenemos que recoger peras, y no bucear para pescar almejas como Abel, o cortar leña.
***
—Esta está mala —dice Dinah.
Aprieto la fruta ambarina con delicadeza.
—Está buena.
Hago ademán de ponerla con las otras. Las peras están conversando, susurran en sus membranas de papel marrón. El aroma blanco que sale de la caja hace que me cante la boca. Bebo un sorbo de agua de la jarra de barro. Eso ayuda un poco.
Dinah me quita la pera de la mano y señala.
—Está agusanada, ha entrado por aquí. ¿Ves? No tiene arreglo. Habrá puesto huevos.
Es una marca minúscula, del tamaño de la huella de una hormiga.
—Es una marca del calor. —Vuelvo a coger la pera—. No es nada, Dinah.
—Pues espero que seas tú y no yo quien le dé al tío una pera podrida de postre.
Siento afán protector hacia la pera.
—Está buena. —Me la guardo en el bolsillo del delantal. Cuando rompamos el ayuno, me la comeré y le enseñaré a Dinah la pulpa blanca y limpia. La pera se aprieta contra mi cadera y bulle de emoción.
Dinah se da media vuelta y se encoge de hombros.
—Dinah, Dinah —canturreo—. Tienes la melena fina. Dinah, Dinah, Dinah, ¡hueles como un pez sin espinas!
Le tiro de una hebra de cobre oscuro que se le ha salido de la trenza y le cae sobre los hombros. Se va a enfadar conmigo, pero cualquier cosa con tal de que no me ignore. Dinah me lanza un papirotazo, pero hace lo que puede por contener la risa.
El árbol viejo cruje con la brisa salada. Algunas ramas bajas tocan el suelo y las hojas hacen cosquillas a la tierra. Hay muchas peras, doradas, gordas. Estos días antes del solsticio de verano han sido soleados. Buen clima para las peras. Pero algo flota en el aire. La brisa trae un aroma tenue.
—Viene tormenta —digo.
—La caja está llena. Si metemos más se echarán a perder. Llévalas abajo.
—No —digo para asustarla—. Yo me quedo aquí a coger más. Llévalas tú abajo.
A Dinah se le estremece la piel entera.
—Por favor, Eve —se limita a decir—. No puedo.
Levanto la caja y voy hacia las ruinas de la colina. Aquí hubo en el pasado una iglesia. La construyeron los impuros. También plantaron el peral. Ya no están y se ha derrumbado; la nave invadida por la hierba ha quedado abierta al aire del mar. Ladera arriba se alza el castillo, que domina la isla como un centinela. En esta misma ladera se encuentran las colmenas. Dentro hay miel, en panales de cera. Cuánto la desea mi boca. Cuánta hambre tengo. Pero la miel solo se puede tomar de la mano de la Víbora.
El pie se me queda enganchado. De repente, mi peso cambia, mi forma cambia en el aire. La tierra se inclina, el equilibrio ya no existe. Me voy a caer, la caja se romperá, y las peras reventarán entre gritos.
Me enderezo como puedo con la piel cosquilleante y doy una patada a las raíces fibrosas. Un arbusto de hojas oscuras y brillantes, con flores del color de un ocaso nublado. Parece que quiere estrangular la tierra. Es el reptador, o así lo llamo yo. El tío trajo al reptador de muy lejos y lo plantó aquí, en Altnaharra. No se parece a ninguna otra planta de la isla. Habla de distancia, de montañas frías donde escasea el aire y solo pueden subir las cabras con sus patas astutas que se aferran a todo. Nunca me ha gustado. Significa que hubo un tiempo anterior a la llegada del tío a la isla, anterior a los niños, anterior a mi existencia. Es una idea terrible, como aventurarse en el espacio.
Junto a las siete piedras, dejo la caja en el suelo y pongo las palmas de las manos sobre Ben el Frío. Hubo otros aquí antes de los Impuros. Los antiguos, los que lo conocieron a Él. Los que hicieron el círculo. Pero desaparecieron hace mucho. Ciclos más tarde, cuando todos habían olvidado ya el propósito de las piedras, los aldeanos trajeron aquí a las brujas para quemarlas metidas hasta la cintura en barriles de brea. Si me quedo muy quieta, en silencio, oigo bajo la brisa el crepitar del pelo al prenderse fuego. A las piedras no les importan los asuntos mortales. No piensan bien ni mal de nosotros. Pero recuerdan.
Muchas vidas han pasado en Altnaharra. Nosotros seremos las últimas.
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