Soy lo que me persigue: el terror como ficción del trauma

by Rocío Tizón
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Soy lo que me persigueTítulo: Soy lo que me persigue
Autores: Ismael Martínez Biurrun y Carlos Pitillas Salvá
Editorial: Dilatando Mentes
Año de edición: 2021
Encuadernación: Tapa blanda, rústica
Extensión: 382 páginas
Precio: 18,95 euros (papel)


En toda película de terror hay implícito un mensaje que va más allá del mero aparato estético o de los puntos que disparan el miedo. Por desgracia, y si se ha visto mucho cine de terror, llega un momento en el que nos damos cuenta de que el monstruo, el asesino, el fantasma o el extraterrestre es un símbolo, la expresión de algo que sufren los protagonistas. Este fenómeno se produce en películas como It follows, donde se nos habla del sexo como medio de transmisión de algo malo y que puede ser una presencia que te sigue a todas partes o una enfermedad venérea. O como Babadook, en la que el monstruo del mismo nombre representa el duelo mal curado y cronificado de la madre al no aceptar la muerte del marido.

Biurrun y Pitillas Salvá dan un paso más en Soy lo que me persigue. Nos hablan de lo verdaderamente aterrador para el ser humano, algo a lo que se le puede dar muchos nombres, como la disolución del yo, el trastorno o la locura (si no queremos entrar demasiado en síntomas médicos), pero que en psicología se conoce como trauma. Su mayor estudioso, como no podía ser de otro modo, es Sigmund Freud. Pero este lo analizó desde el punto de vista del psicoanálisis. Lo encorsetó en categorías médicas algo rígidas y ahora nos encontramos con que el trauma (que a la sazón significa «herida») ha roto aquello que lo contenía, se ha derramado por nuestra psique y ha encontrado nuevas formas de alimentarse. Es el caso de las enfermedades psicosomáticas o el Síndrome de Estrés Postraumático, que antes quedaba relegado al ámbito del ejército y ahora se ha extendido por toda la sociedad.

EL TRAUMA EN EL GÉNERO DE TERROR

El trauma es consecuencia de maltratos físicos o verbales, de abusos en la infancia, de violaciones, de muertes prematuras, de haber presenciado asesinatos o de haber sido perseguido por alguien con intenciones homicidas. El ser humano tiene unas bases sobre las que asienta su realidad simplemente para poder levantarse por las mañanas. Cuando las malas noticias derrumban las frágiles columnas que sostienen nuestra cordura, aparece el trauma. Y entonces debemos aprender cómo sobrevivir a él.

En el cine del terror, cuando el héroe o la heroína logran derrotar al monstruo, son invadidos por una sensación de paz y de victoria que transmiten al espectador (como el caso de los gritos de triunfo de la adolescente de La matanza de Texas tras escapar de Leatherface). El espectador entonces experimenta la catarsis correspondiente: el Mal ha sido castigado y el mundo recupera su orden lógico, en el que el Bien triunfa y podemos volver a levantarnos por la mañana con seguridad.

Pero a esos supervivientes les queda un largo camino por recorrer. A veces solo vemos el final, la derrota del monstruo, y nada más. Otras veces vemos el inicio del proceso (como en la ya citada Babadook, en la que madre e hijo consiguen dominar al monstruo y encerrarle en el sótano o en El sexto sentido, cuando el protagonista parece recuperar su alegría).

Y como tal, el cine de terror es el mejor para provocar traumas en sus atribulados protagonistas, como es el caso de Dani en Midsommar, que directamente pierde su cordura y resbala por la realidad, arropada, eso sí, por el sentimiento de pertenencia a una comunidad. Porque el cine de terror no solo crea traumas a sus protagonistas, sino que a veces aprovecha su existencia previa como caldo de cultivo de nuevas fobias. Hay casos como El exorcista, en los que la madre se siente culpable por no atender bien a su hija justo antes de que se descubra la posesión. O en Midsommar, en la que Dani ya cuenta con un bagaje complicado, al tener que sobreponerse al suicidio de su familia y a un novio que carga con ella por lástima. O Norman Bates en Psicosis, sometido a una madre controladora, castradora y que asfixia a su propio hijo hasta que este termina convirtiéndose en ella. «La mejor amiga de un muchacho es su madre», llega a afirmar.

Los autores de Soy lo que me persigue también hacen hincapié en dos puntos muy interesantes: el primero es la representación simbólica del espacio y el segundo los traumas heredados.

Sus ideas sobre el espacio quedan muy bien ejemplificadas con las casas encantadas. Aunque, en la narrativa gótica más tradicional, estos lugares albergaban fantasmas fruto de vivencias terribles, poco a poco se fue introduciendo el concepto de casa como amplificador de la psique. Es lo que vemos en La maldición de Hill House de Shirley Jackson, en la que Eleanor hace suya la casa al proyectar en sus paredes a su propia madre controladora y chantajista. Pero, aparte de la casa en sí, también podemos destacar esas habitaciones a las que nunca va nadie, como el desván o el sótano, que representan el subconsciente y todo lo que debe quedar oculto de la vista de sus moradores.

En cuanto al paso del trauma de una generación a otra, la ciencia nos dice que una impresión dolorosa y fuerte puede modificar parte del ADN para que lo hereden los hijos y servir de ese modo de advertencia. Pero es que además hay películas como Pesadilla en Elm Street en las que los hijos cargan con los pecados de los padres y son meras víctimas en las que Freddy Krugger busca venganza.

SOY LO QUE ME PERSIGUE: CONCLUSIONES

Con un tono didáctico, pero a la vez ameno, profusamente documentado y con ejemplos sencillos que todos hemos visto, Ismael Martínez Biurrun y Carlos Pitillas Salvá han elaborado en este Soy lo que me persigue un ensayo interesantísimo que nos permite profundizar en la literatura y el cine de terror y a la vez (quién sabe) en nuestros propios traumas.


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